A veces (y no trates de restarle importancia diciendo que no ocurre con frecuencia) se te quiebra la vara con que mides, se te extravía la brújula y ya no entiendes nada.
El día se convierte en una sucesión de hechos incoherentes, de funciones que vas desempeñando por inercia y por hábito.
Y lo vives. Y dictas el oficio a quienes corresponde. Y das la clase lo mismo a los alumnos inscritos que al oyente. Y en la noche redactas el texto que la imprenta devorará mañana. Y vigilas (oh, sólo por encima) la marcha de la casa, la perfecta coordinación de múltiples programas —porque el hijo mayor ya viste de etiqueta para ir de chambelán a un baile de quince años y el menor quiere ser futbolista y el de en medio tiene un póster del Che junto a su tocadiscos.
Y repasas las cuentas del gasto y reflexionas, junto a la cocinera, sobre el costo de la vida y el ars magna combinatoria del que surge el menú posible y cotidiano.
Y aún tienes voluntad para desmaquillarte y ponerte la crema nutritiva y aún leer algunas líneas antes de consumir la lámpara.
Y ya en la oscuridad, en el umbral del sueño, echas de menos lo que se ha perdido: el diamante de más precio, la carta de marear, el libro con cien preguntas básicas (y sus correspondientes respuestas) para un diálogo elemental siquiera con la Esfinge.
Y tienes la penosa sensación de que en el crucigrama se deslizó una errata que lo hace irresoluble.
Y deletreas el nombre del Caos. Y no puedes dormir si no destapas el frasco de pastillas y si no tragas una en la que se condensa, químicamente pura, la ordenación del mundo.