Y
en el paisaje, confundido y esfumado en la luz, vendrían a
sucederse, como las imágenes de una linterna mágica, otros
paisajes que también son voces y que coincidirían en el milagro
de la escenografía, por obra de un artificio literario que sería
relativamente fácil. Al mirar el promontorio, el personaje
obedece a una exigencia profunda (palabras que tomo prestadas sin
saber a quién, o que me son dictadas, lo que viene a ser lo
mismo). Su presencia en el parapeto, que es un mirador, que es una
terraza se debe a una inspiración súbita que la empuja a salir
por última vez antes de irse, a salir para tomar una fotografía
que no tomará porque ese movimiento inspirado que la sitúa
frente al promontorio tiene otros fines y pronto sustituirá el
deseo de la fotografía por la anticipación de una novela. Ese
movimiento inspirado, como me atrevo a llamarlo sin temor de caer
en un exceso de fantasía, niega la opacidad del escenario, que
para cualquier otra mirada permanecería mudo en ese instante,
para trasladarlo a la claridad de un discurso ficticio donde la
luz, eminentemente irreal, procede exclusivamente de la
formulación de muchas palabras que han estado esperando ser
enunciadas. En la claridad deslumbrante de esas cuatro de la tarde
ideales, perfectas, como sólo podrían serlo de haber sido
imaginadas, inventadas y puestas en palabras, su mirada es,
paradójicamente, una mirada nocturna. ¿Una mirada que prescinde
de lastres inútiles, que vuelve las espaldas a lo cotidiano? Sí
pero, sobre todo, una mirada que en un golpe de vista abarca sólo
lo rescatable y para la cual se vuelve elocuente el silencio de la
escenografía. El personaje ha ido a ponerse, por un movimiento
inspirado, en el lugar que le estaba adjudicado desde que el
promontorio prefiguró la imagen de una escenografía genial. El
personaje no tiene nombre porque no tiene identidad o, si quieres,
porque en él, en ella se intercambian ;y coinciden muchas
identidades latentes o posibles. La mirada y la anticipación de
una novela futura no se distinguen: son, en todo momento, una y la
misma cosa. Para que la novela se configure es indispensable el
lapso de suspenso abierto por una mirada. El ruido del mar se
aquieta hasta enmudecer a las cuatro de la tarde. Y sin embargo en
ese lapso de suspenso que abre la mirada sobre la escenografía en
el interior del ámbito creado para la novela por una sucesión de
palabras angustiosamente atrapadas, el ruido del mar es el único
fondo sonoro que sustenta las palabras. Las palabras pretenden
sustituir el ruido del mar. Las palabras son el ruido del mar. La
duración artificiosamente henchida que abre la mirada del
personaje sobre una escenografía involuntaria pero predestinada y
perfecta, se inscribe dentro de otra duración idealmente
distraída al tiempo y suspendida en un vacío ideal: la duración
de unas vacaciones que rompen la molesta insignificancia de lo
cotidiano. Se trata de un artificio. Se trata de una novela hecha
exclusivamente de palabras. ¿Podrás prescindir de la insistencia
con que ellos te llaman? Ellos representan un papel y yo
represento un papel: se trata únicamente de que cada cual cumpla
su función dentro de la novela. Lo demás no importa. Importa
determinar, eso sí, cuál es el papel de ellos y cuál es el mío.
¿Qué exigen de mí y qué me impide abandonar la terraza, el
mar, la escenografía, el hotel? Un hotel es un lugar de paso. ¿A
qué se debe, pues, esa obsesión de no dejarlo, esa fantasía de
prolongar sin término una estancia que debe ser pasajera; que
sólo vale, además, por esa necesidad de ponerle un límite, un
principio y un fin? El personaje se distrae. Deja de mirar la
escenografía para mirar a su alrededor. Entre todas las historias
posibles hay también una historia de muchachas en flor. El hotel
se ha llenado de jovencitas rubias (hay cuatro en cada cuarto),
ruidosas, descalzas que de día se tienden al sol en sus
respectivas terrazas, conservando únicamente el pequeño calzón
de un diminuto bikini y dejando expuesta la espalda desnuda.
Relumbrosa de aceite. Cuando las puertas de sus cuartos se quedan
abiertas es posible ver desde afuera las botellas de ron tiradas
entre los huaraches, las blusas y los shorts, en un desorden que
el cuidado aspecto de las niñas desmentiría. Tratamos de hacer
reservaciones en el hotel y nos comunican, en un tono cortés e
impersonal que ha cundido una epidemia de cólera. Pensamos que el
cólera es una enfermedad estomacal que produce vómito incesante,
hasta la muerte. Hacemos, sin embargo, las reservaciones. Al
llegar al hotel, observamos con curiosidad a los huéspedes para
sorprender cualquier evidencia, en el semblante, en el
comportamiento, en el aire exterior, de la enfermedad que nos han
anunciado. Pero todos parecen sanos y despreocupados y dan vueltas
en pequeños grupos, alrededor de una alberca cubierta, rodeada de
arcos romanos, llena de agua que hierve a borbotones. Unos
altavoces difunden los acordes frívolos, exquisitamente fin de
siglo, del vals de los Bosques de Viena. Los paseantes dan la
impresión de moverse al ritmo del vals, aunque no están bailando
sino únicamente caminando. Es entonces cuando percibimos que el
vals se interrumpe regularmente, para dejar escuchar una voz que
pronuncia, distante y ajena, un nombre: de alguno de los grupos se
adelanta una persona hacia la piscina y salta, todo al alegre son
de Johann Strauss. El agua que, como ya se ha dicho, hierve a
borbotones, se lo traga de inmediato. ¿Un sueño que se inmiscuye
en el contexto de la novela igual que esa pantalla rota de seda
azul que pusiste en la sala como un detalle surrealista? Quizá,
pero es fácil descartarlo. Lo importante es la obsesión por la
luz. Yo he visto esa misma estela brillante en otras playas, a
otras horas, a veces cuando ya se acerca el crepúsculo. La estela
va ascendiendo entonces al cielo que se vuelve, en el horizonte,
platinado y frío, iluminado detrás de una nube por el último
brillo, lunar, de un sol avergonzado de su esplendor diurno. El
cielo liso, platino, de esas transiciones hacia la noche puede ser
tan fascinante como la estela de mar, reflejo deslumbrante del sol
de las cuatro, que seduce a tu personaje. Luego, el resol acerado
se va transformando en plomizo y por fin las nubes se emparejan y
el cielo, en el horizonte, se pinta de azul añil traspasado por
una luz intensa que confunde durante un fragmento de segundo
impresionante el cielo y el mar. He visto ese crepúsculo en una
isla del Caribe protegida de los vientos y las agitaciones de alta
mar por otras islas cercanas, de modo que las playas se recogían
tranquilas, al borde de un estanque inmóvil. El Caribe no es uno
sólo. Crees reconocer un matiz, una ondulación del agua y algo,
de repente, lo singulariza y lo vuelve único. El Caribe es un
mito: es Utopía, es la Isla de Robinson. Pero me gustaría que me
explicaras ahora, antes de seguir adelante, quién dice esas
palabras: “No estoy aquí. Estoy en otra playa, hace veintidós
años”. ¿Es el narrador o, en este caso, la narradora, o es el
personaje que uno de los narradores, el que acaba por escribir un
texto que se empeña en llamar novela, inventa en el momento mismo
en que empieza ese discurso imaginario? La narradora y su
personaje estarán ligadas como dos hermanas siamesas. Sus
corazones latirán con la misma cadencia y una podrá adivinar lo
que piensa o siente la otra, porque una y otra serán las dos
caras de una misma, casi incestuosa, identidad. ¿Y esa alusión a
Hamlet que luego se pierde? Dijiste que la novela habría de ser
un continuo ininterrumpido, que podría empezar en cualquier
momento y terminar en cualquier momento, acaso como la vida. Mi
novela no pretendería reproducir la vida sino, más bien,
describir un instante en el que un personaje inventaría negar que
el ciclo no se interrumpe nunca: aspiraría a negar, con su
presencia imaginaria en un mirador colocado frente a un
promontorio espectacular, que la secuencia del tiempo es
inalterable. Tampoco allí había mariposas. En la noche cerrada
sólo se distinguían los tubos largos de luz morada,
cuidadosamente distribuidos para garantizar la salubridad del
hotel, un remanso de comodidades modernas en medio de la
virginidad de la isla. Nunca vi que los tubos morados atrajeran
estos moscones gruesos que se te cuelan por el cuello de la camisa
en algunos lugares del trópico. Había, eso sí, muchísimas
mariposas, sobre todo pequeños cadáveres achicharrados de
mariposas amarillas. El ruido de la descarga no dejaba de
estremecer un poco mientras uno se dirigía, con pantalones Daks y
camisa Pucci sabiéndose protegido, a sorber vasos helados de rum
punch en el bar de la Pequeña Sirena o en la Caverna de Neptuno.
Ese barco, encerrado en una botella, lo he buscado inútilmente en
Curazao, sintiendo quizá que era como buscarlo en Amsterdam. Lo
he buscado inútilmente. Anótalo. ¿No traes tu libreta de
apuntes? Lo has buscado entre pulseras y arracadas hindúes,
anillos de jade que traen la buena suerte, pomitos de ungüento
chinos, bálsamos mágicos para aliviar dolores y para estimular
las facultades eróticas, telas de Java, caftanes y estatuillas
balinesas. Pero tu búsqueda ha sido inútil y has acabado por
comprarte una reproducción de la Santa María que era igual a la
Pinta que era igual a la Niña en una farmacia de Montego Bay.
Creo que empiezo a entender el porqué de Hamlet, esa premonición
del personaje. En una versión cinematográfica, si no me falla la
memoria, Hamlet formula frente al mar su célebre duda metafísica:
To be or not to be y abajo el mar embravecido de Dinamarca, que
tiene algo que ver con Islandia, si no me equivoco. ¿La vocación?
La vocación de ser únicamente su propio espejo, de contemplarse
como conciencia, en perpetua, monótona, insistente y maniática
reflexión sobre la propia vida y la propia muerte. Hamlet entre
la tentación de la inmovilidad, de la contemplación pura, y la
obligación de realizar un acto que no es sino un acto de
venganza, de celos incestuosos y, en última instancia, de
identificación póstuma con la figura paterna. Quiero decir que,
de una manera oscura ella, al imaginarse como personaje que
enuncia mentalmente ciertas palabras que evocan, tal vez para
volverlo presente, un momento vivido veintidós años antes tiene
una fantasía un poco grandiosa y cree percibir la figura de
Hamlet ascendiendo lentamente los escalones del promontorio y ve,
al mismo tiempo, que la escenografía es en realidad el original
de un grabado donde todo movimiento se hubiera detenido y al pie
del cual hubieran escrito con letras mayúsculas HAMLET
y, con letras minúsculas, By William Shakespeare. Mi
absurda necesidad de justificar la necesidad de lo innecesario, de
racionalizar las intuiciones, de convertir en discurso literario
los presentimientos más incipientes, los que hubieran podido
quedarse tranquilamente sin ser formulados y sin que a nadie le
importara un comino. Tu absurdo afán de dejarte deslizar hacia el
irracionalismo, de creer en los presagios, en los augurios y en
las sigilosas señales del otro mundo. Cuídate del ocio: es un
terreno resbaladizo que resbala precisamente hacia el abismo.
Abisal es una hermosa palabra que entra muy bien en mi
vocabulario. Abisal, malva, ámbar. Déjame asociar libremente.
Deslizarme suavemente. Creo que ha llegado el momento de poner
algo en claro. ¿Cuál es el tiempo de esa novela que estás
escribiendo? ¿El tiempo de ella, la que mira desde el mirador, o
el tiempo de ella, la que escribe con tinta verde sobre las hojas
anchas de un cuaderno rayado colocado encima de la tabla abierta
de un escritorio de maple? ¿Cuál es el tiempo de la novela que
podrías o más bien deberías estar escribiendo, que me pregunto
si estás efectivamente escribiendo aunque indudablemente tiene ya
alguna, aunque sea mínima, consistencia real puesto que puedes
referirte en concreto a ciertas palabras enunciadas, pienso que no
en alta voz, por un personaje indudablemente femenino, al que has
situado en una terraza cuya vista sobre un peñasco que emerge del
mar es excepcional y hasta podría decirse privilegiada? El dilema
entre un tiempo y otro tiempo es algo que no se decide todavía.
Pero hay esto de cierto: la posición de ella, el personaje del
mirador, resulta cada vez más incómoda. No se puede reflexionar
acerca de la propia vida y la propia muerte (aquí se abren y se
cierran comillas) cuando la temperatura al sol es de 38 grados
centígrados y no corre la brisa. Sólo consigno un hecho. Y ese
hecho es el siguiente: a las cuatro de la tarde del domingo ocho
de mayo de 1971, una mujer mira desde la terraza de un cuarto
llamado El mirador en un hotel de Acapulco, hacia un punto situado
precisamente frente a ella, unos treinta metros más abajo, un
punto donde se encuentra un islote escarpado, un promontorio
alisado, un peñasco erosionado por el oleaje y hacia la ancha
estela que se extiende desde allí hasta el horizonte, una estela
dibujada por la reverberación solar sobre la superficie
indiferente del mar. El promontorio es amarillo de bordes
irregulares, afilándose en su extremo superior. Quince escalones
tallados en su base permiten el acceso, desde una plataforma
mojada constantemente por el mar, que enlaza ese islote flotante
con el macizo de acantilados donde ha sido construido el hotel;
plataforma que rodea una poza o piscina marina donde el agua, que
penetra por los intersticios de los arrecifes que sostienen la
plataforma, se estanca y toma un color esmeralda transparente que
deja ver, en el fondo, la arena gruesa y ocre. Este es un hecho
real. El único hecho real. Todo lo demás que pueda decirse en
torno, acerca o sobre esa mujer y su manera de mirar el mar
depende únicamente de la voluntad de un narrador situado en otra
terraza, la del cuarto llamado El laberinto, que la convertirá o
no en el personaje marginal de un relato al estilo de A sangre
fría, y de la fantasía de una narradora sentada, a la vez, en
uno de los escalones del promontorio y frente a un escritorio de
maple americano, donde escribe con una pluma verde en tinta verde,
a lo ancho de un cuaderno rayado que la convertirá, si se decide
a hacerlo, en un personaje de reminiscencias shakesperianas,
ligeramente anacrónico, desmesurado y ridículo. La mujer que
mira el mar el ocho de mayo de 1971 intenta ser por su parte,
patéticamente y sin muchos resultados, por un instante, quizás
el único de toda su vida, su propio personaje. ¿Recuerda, sueña,
anticipa? Recuerda que preferiría olvidar; sueña, Rilke; que
mira hacia afuera mientras que es por dentro donde el árbol
crece, quiero decir, en este caso, donde se ondula y murmura el
mar; anticipa una despedida, oscilando peligrosamente entre esa
despedida y un obstinado deseo de petrificar el gesto de adiós
que esbozar ingenuamente con la mano izquierda, posada sobre el
muro de la terraza como un pájaro tembloroso, indeciso entre el
nido y el vuelo. Las palabras la abandonan. ¿Será que la mirada,
esa manera de mirar, excluye las palabras? imagina haber tenido
una visión e imagina, también, que la visión se ha desvanecido.
Imagina la libertad, la apertura, el vuelo. Se imagina a sí misma
como objeto obsesivamente acariciado por su mirada. Se imagina
mirada por el mar. Se imagina ceñida por el mar. Se imagina el
mar. Me imagino, a mí misma, el mar.
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