lunes, 11 de julio de 2011

En el suplemento cultural del Diario del Yaqui.

Don Ramón Iñiguez, quien coordina el suplemento cultural del Diario del Yaqui, me hizo la deferencia de publicar el texto, que a continuación les comparto. A mis amigos de Obregón les recomiendo que si tienen a la mano el Diario del Yaqui de ayer, lo busquen.

Voltear la hoja, voltear la vida.

Por Sylvia Teresa Manriquez



Fue en Tres Cruces, entre Torin y Bácum.

Lo miró llegar, entre sus custodios.

En un llanito lo pararon para matarlo.

Cajeme presenciaba los preparativos, como si no fueran los de su ejecución. Como a quien no le importa ni vivir, ni morir.

Tenía apenas 12 años cuando, con un nudo en la garganta, y antes de dar vuelta a la última página de la novela “Cajeme, Novela de Indios” de Armando Chávez Camacho, aprendí cómo murió tan valiente guerrero sonorense. Un libro con hojas amarillas, quebradizas, edición original de 1948, impreso en los talleres Jus. Un preciado regalo de mi abuelo paterno que aún conservo.

Carpe Diem: Aprovecha el día presente” Una locución latina que saltó a mi vista al voltear una página del pequeño Larousse, obsequio que mi abuelo materno tuvo a bien enviarme desde la entonces lejana ciudad de México, que con el pretexto de ayudarme en mis tareas de secundaria, intentaba aminorar su culpa por haberse mantenido ausente de nuestras vidas. Otro preciado regalo de un abuelo que nunca conocí.

He llorado, reído y sentido esperanza, me han brindado compañía sin poner reparos en mi mal genio. Mis libros. Trato siempre de brindarles un lugar cómodo cerca de mí, aunque si pudieran reclamarían por el polvo que amenaza su recuerdo y otros darían testimonio de mi amor desmedido.

Cuando volteé la hoja Tomás estaba sorprendido de haberse despertado al lado de Teresa, y de cómo ella le cogía con fuerza la mano. La miraba y no podía entender qué había pasado. Así conocí a Milan Kundera y su “Insoportable levedad del ser”.

Di vuelta a otra página y Camargo, adormecido escuchaba el cuarteto en re mayor de César Franck, cuando la mujer entró en el departamento de enfrente. Ella parecía ansiosa, desorientada sin saber que hacer con su alma. De esta manera me adentré en “El vuelo de la reina”, de Tomás Eloy Martinez.

En mi vida he dado vuelta a infinidad de páginas con la seguridad de que leo bien. No soy del sector de mexicanos que lee poco y mal, como expresó Consuelo Sáizar, presidenta del CONACULTA, en la conferencia magistral con la que dio inicio el VII Encuentro de Promotores de Lectura.

No, yo pertenezco al 6% de mexicanos que siente necesidad de leer, que se regocija en y con las letras. Un gusto que viene de la infancia, de los libros de mi abuela, allá en Navojoa, en cuya casa encontré siempre, además de su desinteresado amor, libros que podía tocar y leer. Viene de mi madre, que leía conmigo y que a falta de recursos económicos para viajar, nos enseñó a llegar a lugares remotos y maravillosos, volteando las páginas de los libros. Y viene de la escuela primaria, en la que afortunadamente encontré maestros que me enseñaron a leer por placer y no por obligación.

-Mátenme si quieren pero yo no me voy a la gran China, no salgo de esta casa aunque me maten, háganme pedacitos y entonces si me sacan de esta casa.

La discriminación y desarraigo en nuestro propio estado me la mostró Armida de la Vara en la página 20 de la novela “La creciente”.

La encuesta nacional de Lectura, de 2006, muestra que la mayoría de los mexicanos la ve como un acto obligado. Y es que se ha intentado hacernos leer por obligación, cuando en realidad es un acto amoroso que fluye del tocar, oler, mirar y probar las letras. La lectura florece día a día cuando vamos haciendo la historia compartida a cada instante con los seres queridos. Cuando traemos al presente viejos recuerdos contenidos en fotografías, o al evocar el momento feliz que debió ser nuestro nacimiento para quienes eligieron nuestro nombre. Allí se gesta el gusto por leer. No en comprar y tener muchos libros o peor aún, en intentar que por ley cada integrante de una familia lea obligatoriamente un número determinado de volúmenes al año. El crecimiento académico de un pueblo definitivamente no puede medirse por el número de libros impresos o en computadora que leen sus habitantes.

Al voltear la página 8 de “Un cuarto propio” escrito por Virginia Woolf encuentro: …agobiada por el peso del tema que ustedes han cargado sobre mis hombros, lo repensé y entreveré con mi vida diaria…

Así se entrevera la lectura en la vida de cada uno. Está presente en cada detalle. Todo se lee. ¿Quién no ha leído en el viento de la mañana el augurio de un buen día? O el dolor triste en el rostro de un amigo que ha dejado ir una esperanza. Se leen las emociones y se leen los periódicos. Se lee el destino del ruletero y las instrucciones para hacer un platillo. Se leen los manuales de trabajo, los libros de texto. Leemos novelas, cuentos, ensayos y poesía. Leemos la vida, pero por gusto.

Asumiendo sin pensar la inherente presencia del acto de leer en cada evento de nuestra vida. Así se desarrolla y se fomenta el gusto por la lectura. Volteando las hojas del libro de la vida, para ratificar el derecho al habito de lectura libre y espontáneo.

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