lunes, 12 de noviembre de 2012

Julio Scherer

La letra desobediente / Braulio Peralta



No hay autobiografías de periodistas en México. Uno supone los porqués pero es un vacío indudable. Han sido otros los que han escrito de Manuel Buendía, Miguel Ángel Granados Chapa, Manuel Becerra Acosta, Carlos Marín, las más leídas. Incompletas todas y complacientes con el protagonista. Imposible escudriñar más atrás de los poderes que han detentado en su momento. Sabemos que está escrita la de Jacobo Zabludovsky pero no le gustó el armado. Y se quedó en el tintero.
Muchos han querido hacer la de Julio Scherer García. Pero él lo ha prohibido. Será hasta cuando él se vaya que sabremos lo que Vicente Leñero piensa de él, a quien conoce profesionalmente como la palma de su mano. Y para curarse en salud, el periodista del antiguo Excélsior —ese que lo convirtió en leyenda gracias al ex presidente Luis Echeverría—, acaba de publicar algo que es cualquier híbrido menos autobiografía: Vivir.
En realidad es recuerdo de sus éxitos periodísticos. Mejor hubiera sido publicarlos completos porque como anécdotas son pobres, escritas en prosa poco afinada. Uno espera de la leyenda revelaciones sobre su persona y el poder. Nada. Lo consabido: su salida de Excélsior, la fundación de Proceso y la ausencia de la publicidad gubernamental en los gobiernos del PRI y el PAN, las dificultades de hacer periodismo en México (aunque la revista ya pasa las tres décadas de existencia, tiene lectores).
La cereza del pastel es una indiscreción poco ética sobre la memoria de Gabriel García Márquez: no sabe que Carlos Fuentes ya murió. Tampoco puede dedicar un libro porque olvida el apellido del periodista. Nadie lo invitó a hacer la crónica —mala—, del estado vegetativo, en apariencia, del Nobel. Supongo que la familia nada dirá a Gabo sobre el libro de Julio Scherer, que quiso ser protagonista, desatendiendo el consejo de Vicente Leñero.
Y hasta un cuento —inentendible—, se atreve a publicar en Vivir.
Un libro vacuo. Seguro nadie se atrevió a decirle la verdad: que tendría que retrabajarlo, mínimo.No tuvo un amigo crítico al lado. O no hizo caso de consejos. Tozudo, ya se sabe que es. Habrá que esperar la biografía no autorizada, pues Julio Scherer García es de los grandes periodistas de prensa escrita para conocer al país y sus entrañas.
Mejor releer La vieja guardia. Protagonistas del periodismo mexicano, de José Luis Martínez.

El "bullying" y yo

La letra desobediente / Braulio Peralta

Fui a ver Después de Lucía y, al salir del cine, de repente, al decir: “yo viví eso”, me vino un ataque de llanto.
Va más allá de decir si es buena o mala la película de Michel Franco. Es descubrir cómo un filme —o una pintura o un libro— abre experiencias de vida. Lo que desencadene una obra en un espectador debería ser más vital que una estrellita en el criterio de los especialistas en arte.
Yo nunca confesé en casa que en la secundaria me agredían unos adolescentes, como yo. Creía que mis padres y hermanos no lo iban a entender. Nada de decir nada. Aguantarme las agresiones de escuchar las risas burlonas, los empujones, o los gritos en el recreo de arremedo a mi amaneramiento, así, con insultos de “maricón”, “joto” y la más ofensiva: “puto”.
A esa edad —no más de 12—, es un detonante como para despertar en ti culpas por no ser como el resto de la clase. O asumes el susto o lo enfrentas, o llega el miedo y te atragantan las ofensas. Aguanté las burlas casi un año, mientras llegó la conciencia. Trataba de evadir esos “compañeritos”, mayores dos años porque iban en tercer grado y yo cursaba el primero.
Imposible evadirlos porque se crecían con mi silencio. En el recreo, la salida o las fiestas la comidilla se hacía inminente. Tenía que afrontarlo. Lo pensé más de una vez. No había tiempo para mi desolación. Era yo o ellos, apenas cinco que no dejaban de joderme. Si me matan, pues ya, que pase. Pero no de rodillas.
Una vez que fui al baño entraron ellos, socarrones. El más “valiente” se atrevió a tocarme las nalgas. Volteé, le dije: déjame en paz. Intentó de nueva cuenta y lo logró. Lo conminé a pelear a la salida de clases, esperando que lo intimidara. Todos felices de la pelea venidera, menos yo. Esas horas fueron las más angustiosas de mi vida. Yo no tenía quién me apoyara en el duelo.
Nada más lo agarré del cuello y no lo solté. Apreté hasta asfixiarlo. Se puso rojo como tomate. Me lo quitaron de las manos sus amigos. Empezamos de nuevo: me deshizo en la pelea a golpes. Duros sentí los madrazos en el rostro. Pero no cejé hasta que alguien nos volvió a separar. “Lo puto no me hace cobarde”, dije al final de la batalla. Jamás me volvieron a agredir, salvo murmullos a mi paso. Después de la pelea me hice de pocos amigos.
Eso recordé con Después de Lucía. La cinta rememoró que borré mi paso por la secundaria.

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