La escritora argentina Samanta Schweblin acaba de ganar el premio Juan Rulfo por su relato Un hombre sin suerte. El
premio, que se le entregó a la autora en la Casa de América Latina en
París y que este año celebra su 30° edición, es organizado por Radio
Francia Internacional (RFI) y el Instituto Cultural de México en París.
El texto fue elegido entre los 33 cuentos finalistas por un jurado
compuesto por Alan Pauls, Grecia Cáceres, Julio Villanueva Chang,
Eduardo Ramos Izquierdo, Aline Schulman y Elmer Mendoza. Es un honor
para la Fundación TEM compartir con nuestros lectores el relato ganador.
Samanta Schweblin brindará durante octubre de 2013 un taller intensivo
sobre cuentos en la sede de la Fundación.
SAMANTA SCHWEBLIN / Foto: Archivo autora
*Samanta Schweblin nació en Buenos Aires, en 1978,
donde estudió cine y televisión. Su primer libro “El núcleo del
disturbio” del 2002, obtuvo los premios del Fondo Nacional de las Artes y
el Concurso Haroldo Conti. Su segundo libro, “Pájaros en la boca” del
2009, obtuvo el premio Casa de las Américas y ha sido traducido a trece
idiomas. Becada por distintas instituciones vivió temporalmente en
Oaxaca (México), Umbria y Toscana (Italia) y Berlín (Alemania), donde
reside actualmente. Fue recientemente seleccionada por la prestigiosa
revista GRANTA como una de los “mejores jóvenes narradores en Español” y
acaba de obtener la última edición del premio Juan Rulfo de Francia.
El día que cumplí ocho años,
mi hermana -que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo-, se
tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años.
Primero sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un
asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la
mano de Abi se puso más blanca todavía que Abi.
-Abi-mi-dios –eso fue todo lo que dijo mamá- Abi-mi-dios –y todavía tardó unos segundos más en ponerse en movimiento.
La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi
tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando
volvió corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la
mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera,
sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a
Abi, luego el vaso, y finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá,
que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de inmediato, pero todavía
le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una vez más,
antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar.
Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la reja y las
puertas del coche ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá
pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más bocinas y
mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá tuvo que
gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le tocaba
cerrar.
Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó
cerrar la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a
la avenida el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y
gritaba ¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital! Los coches que nos rodeaban
maniobraban un rato y milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero
entonces, un par de autos más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá
frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza
contra el volante. Nunca lo vi hacer una cosa así. Hubo un momento de
silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor. Se
dio vuelta y me dijo:
-Sacate la bombacha.
Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas
pero eso era algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no
podía entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para
sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:
-¡Sacate la puta bombacha!
Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla,
volvió a tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto
mientras gritaba y tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para
mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra
más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y
nos escoltó, pero papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos
al hospital.
Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato.
Sin mirar atrás mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si
debía o no bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había
dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos delanteros ni en su
mano, que ya cerraba ahora de afuera su puerta.
-Vamos, vamos –dijo papá.
Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas
palmadas en el hombro cuando entramos al hall central. Mamá salió de una
habitación del fondo y nos hizo una seña. Me alivió ver que volvía
hablar, daba explicaciones a las enfermeras.
-Quedate acá –me dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.
Me senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen
rato. No sé cuanto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien
pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan pocos minutos, y en
la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el
espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró y
mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la enfermera
entraba o salía del consultorio y se escuchaba a mis padres discutir y,
una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi moverse inquieta en
una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a morirse. Y
todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado
mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.
-¿Qué tal? –preguntó.
Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si
alguien le pregunta, aunque acabe de decir que la estamos volviendo
loca.
-Bien –dije.
-¿Estás esperando a alguien?
Lo pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al
menos, que no es lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que
negué y él dijo:
-¿Y porqué estás sentada en la sala de espera?
No sabía que estaba sentada en una sala de espera y me di cuenta de
que era una gran contradicción. Él abrió un pequeño bolso que tenía
sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una
billetera un papelito rosado.
-Acá está –dijo-, sabía que lo tenía en algún lado.
El papelito tenía el número 92.
-Vale por un helado, yo te invito –dijo.
Dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.
-Pero es gratis –dijo él-, me lo gané.
-No.
Miré al frente y nos quedamos en silencio.
-Como quieras –dijo él al final, sin enojarse.
Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La
puerta del consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir “no voy
acceder a semejante estupidez”. Me acuerdo porque ese es el punto final
de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció
escucharlos.
-Es mi cumpleaños –dije.
“Es mi cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. Él
dejó el lápiz marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin
mirarlo, conciente de tener otra vez su atención.
-Pero… -dijo y cerró la revista-, es que a veces me cuesta mucho
entender a las mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala
de espera?
Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi
qué, aún así, apenas le llegaba a los hombros. Él sonrió y yo me acomodé
el pelo. Y entonces dije:
-No tengo bombacha.
No sé porqué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin
bombacha, y era algo en lo que no podía dejar de pensar. Él todavía
estaba mirándome. Quizá se había asustado, u ofendido, y me di cuenta
que, aunque no era mi intención, había algo grosero en lo que acababa de
decir.
-Pero es tu cumpleaños –dijo él.
Asentí.
-No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.
-Ya sé –dije, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de
descubrir la injusticia a la que todo el show de Abi me había llevado.
Él se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al estacionamiento.
-Yo sé donde conseguir una bombacha –dijo.
-¿Dónde?
-Problema solucionado –guardó sus cosas y se incorporó.
Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también
porque no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de
entrada y saludó con una mano a las asistentes.
-Ya mismo volvemos –dijo, y me señaló- es su cumpleaños –y yo pensé
“por dios y la virgen María, que no diga nada de la bombacha”, pero no
lo dijo: abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar
en él.
Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El
coche de papá seguía junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas
alrededor, molesto. Me quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire
me envolvió las piernas y subió acampanando mi Jumper, tuve que caminar
sosteniendolo, con las piernas bien juntas.
-Mi dios y la virgen María –dijo él cuando se volvió para ver si lo
seguía y me vio luchando con mi uniforme-, es mejor que vayamos rodeando
la pared.
-No digas “mi dios y la virgen María” –dije, porque eso era algo de mamá, y no me gustó cómo lo dijo él.
-Ok,
darling –dijo.
-Quiero saber a dónde vamos.
-Te estás poniendo muy quisquillosa.
Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un shopping.
Era un shopping bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos
hasta el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente gigante que
tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo “no te
pierdas” y me dio la mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las
cajeras con el mismo gesto que hizo a las asistentes a la salida del
hospital, pero no vi que nadie le respondiera. Avanzamos entre los
pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras había también
ropa de trabajo. Cascos, jardineros amarillos como los de los
basureros, guardapolvos de señoras de limpieza, botas de plástico, y
hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa acá y si
usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté cómo se
llamaría.
-Es acá –dijo.
Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina.
Si estiraba la mano podía tocar un gran contenedor de bombachas
gigantes, más grandes de las que yo podría haber visto alguna vez, y a
solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían hacerse tres
para alguien de mi tamaño.
-Esas no –dijo él-, acá –y me llevó un poco más allá, a una sección
de bombachas más pequeñas-. Mira todas las bombachas que hay… ¿Cuál será
la elegida
my lady?
Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había sin moño.
-Ésta –dije-. Pero no tengo dinero.
Se acercó un poco y me dijo al oído:
-Eso no hace falta.
-¿Sos el dueño de la tienda?
-No. Es tu cumpleaños.
Sonreí.
-Pero hay que buscar mejor. Estar seguros.
-Ok
Darling –dije.
-No digas “Ok
Darling” –dijo él- que me pongo quisquilloso –y me imitó sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento.
Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a
mí sus dos puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el
derecho. Lo abrió y estaba vacío.
-Todavía podés elegir el otro.
Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca
había visto una negra. Y era para chicas, porque tenía corazones
blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty al
frente, en donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.
-Hay que probarla –dijo.
Apoyé la bombacha en mi pecho. Él me dio otra vez la mano y fuimos
hasta los probadores femeninos, que parecían estar vacíos. Nos asomamos.
Él dijo que no sabía si podría entrar. Que tendría que hacerlo sola. Me
di cuenta de que era lógico porque, a no ser que sea alguien muy
conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me daba miedo
entrar sola al probador, entrar sola o algo peor: salir y no encontrar a
nadie.
-¿Cómo te llamás? –pregunté.
-Eso no puedo decírtelo.
-¿Porqué?
Él se agachó. Así quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más alta.
-Porque estoy ojeado.
-¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?
-Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir.
Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio.
-Podrías escribírmelo.
-¿Escribirlo?
-Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu
nombre puedo llamarte y no me daría tanto miedo entrar sola al probador.
-Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también
decir? ¿Si con decir ella se refirió a dar a entender, a informar mi
nombre del modo que sea?
-¿Y cómo se enteraría?
-La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.
-Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo.
-Yo sé lo que te digo.
Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían estar terminando.
-Pero es mi cumpleaños –dije.
Y quizá si lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los
ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un
movimiento muy rápido, cruzó sus brazos a mis espaldas y me apretó tan
fuerte que mi cara quedó un momento hundida en su pecho. Después me
soltó, sacó su revista y su lápiz, escribió algo en el margen derecho de
la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces antes de dármelo.
-No lo leas –dijo, se incorporó y me empujó suavemente hacia los cambiadores.
Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y antes de
juntar valor y meterme en el quinto guardé el papel en el bolsillo de
mi jumper, me volví para verlo y nos sonreímos.
Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver
bien cómo me quedaba. Era tan pero tan perfecta. Me quedaba
increíblemente bien, papá nunca me la pediría para revolearla detrás de
las ambulancias e incluso si lo hiciera, no me daría tanta vergüenza que
mis compañeros la vieran. Mirá que bombacha tiene esta piba, pensarían,
qué bombacha tan perfecta. Me dí cuenta de que ya no podía sacármela. Y
me di cuenta de algo más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una
pequeña marquita en el lugar donde suelen ir las alarmas, pero no tenía
ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al espejo, y después
no aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí.
Cuando salí del probador él no estaba donde nos habíamos despedido,
pero sí un poco más allá, junto a los trajes de baño. Me miró, y cuando
vio que no tenía la bombacha a la vista me guiñó un ojo y fui yo la que
lo tomé de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí me pareció bien
y caminamos hacia la salida. Confiaba en que él sabía lo que hacía. En
que un hombre ojeado y con la peor suerte del mundo sabía cómo hacer
esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada principal. Uno de
los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para él mi
hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los censores
de la salida, hacia el Shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo
el pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del
estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida,
mirando hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el
estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su
coche y en cambio ahora señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido.
Cuando papá nos vio gritó mi nombre y unos segundos después el policía y
dos más que no sé de dónde salieron ya estaban sobre nosotros. Él me
soltó pero dejé unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo rodearon y
lo empujaron de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le
preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó
de arriba abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano derecha.
Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra
bombacha. Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan
brusco y grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia
atrás para no caerme. Él me miro, yo lo miré. Cuando mamá vio la
bombacha negra gritó “hijo de puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre
él y trató de golpearlo. Mientras los guardias los separaban yo busqué
el papel en mi Jumper, me lo puse en la boca y, mientras me lo tragaba,
repetí en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca.