Cuento infantil.
Hans Christian Andersen
Y vino el cometa: brilló con su núcleo de fuego, y amenazó con la cola. Lo
vieron desde el rico palacio y desde la pobre buhardilla; lo vio el gentío que
hormiguea en la calle, y el viajero que cruza llanos desiertos y solitarios; y a
cada uno inspiraba pensamientos distintos.
-¡Salgan a ver el signo del cielo! ¡Salgan a contemplar este bellísimo
espectáculo! -exclamaba la gente; y todo el mundo se apresuraba, afanoso de
verlo.
Pero en un cuartucho, una mujer trabajaba junto a su hijito. La vela de sebo
ardía mal, chisporroteando, y la mujer creyó ver una viruta en la bujía; el sebo
formaba una punta y se curvaba, y aquello, creía la mujer, significaba que su
hijito no tardaría en morir, pues la punta se volvía contra él.
Era una vieja superstición, pero la mujer la creía.
Y justamente aquel niño estaba destinado a vivir muchos años sobre la Tierra,
y a ver aquel mismo cometa cuando, sesenta años más tarde, volviera a aparecer.
El pequeño no vio la viruta de la vela, ni pensó en el astro que por primera
vez en su vida brillaba en el cielo. Tenía delante una cubeta con agua jabonosa,
en la que introducía el extremo de un tubito de arcilla y, aspirando con la boca
por el otro, soplaba burbujas de jabón, unas grandes, y otras pequeñas. Las
pompas temblaban y flotaban, presentando bellísimos y cambiantes colores, que
iban del amarillo al rojo, del lila al azul, adquiriendo luego un tono verde
como hoja del bosque cuando el sol brilla a su través.
-Dios te conceda tantos años en la Tierra como pompas de jabón has hecho
-murmuraba la madre.
-¿Tantos, tantos? -dijo el niño-. No terminaré nunca las pompas con toda esta
agua.
Y el niño sopla que sopla.
-¡Ahí vuela un año, ahí vuela un año! ¡Mira cómo vuelan! -exclamaba a cada
nueva burbuja que se soltaba y emprende el vuelo. Algunas fueron a pararle a los
ojos; aquello escocía, quemaba; le asomaron las lágrimas. En cada burbuja veía
una imagen de lo por venir, brillante, fúlgida.
-¡Ahora se ve el cometa! -gritaron los vecinos-. ¡Salgan a verlo, no se
queden ahí dentro!
La madre salió entonces, llevando el niño de la mano; el pequeño hubo de
dejar el tubito de arcilla y las pompas de jabón; había salido el cometa.
Y el niño vio la reluciente bola de fuego y su cola radiante; algunos decían
que medía tres varas, otros, que millones de varas. Cada uno ve las cosas a su
modo.
-Nuestros hijos y nietos tal vez habrán muerto antes de que vuelva a aparecer
-decía la gente.
La mayoría de los que lo dijeron habían muerto, en efecto, cuando apareció de
nuevo. Pero el niño cuya muerte, al creer de su madre, había sido pronosticada
por la viruta de la vela, estaba vivo aún, hecho un anciano de blanco cabello.
«Los cabellos blancos son las flores de la vejez», reza el proverbio; y el
hombre tenía muchas de aquellas flores. Era un anciano maestro de escuela.
Los alumnos decían que era muy sabio, que sabía Historia y Geografía y cuanto
se conoce sobre los astros.
-Todo vuelve -decía-. Fijaos, si no, en las personas y en los
acontecimientos, y se darán cuenta de que siempre vuelven, con ropaje distinto,
en otros países.
Y el maestro les contó el episodio de Guillermo Tell, que de un flechazo hubo
de derribar una manzana colocada sobre la cabeza de su hijo; pero antes de
disparar la flecha escondió otra en su pecho, destinada a atravesar el corazón
del malvado Gessler. La cosa ocurrió en Suiza, pero muchos años antes había
sucedido lo mismo en Dinamarca, con Palnatoke. También él fue condenado a
derribar una manzana puesta sobre la cabeza de su hijo, y también él se guardó
una flecha para vengarse. Y hace más de mil años los egipcios contaban la misma
historia. Todo volverá, como los cometas, los cuales se alejan, desaparecen y
vuelven.
Y habló luego del que esperaban, y que él había visto de niño. El maestro
sabía mucho acerca de los cuerpos celestes y pensaba sobre ellos, pero sin
olvidarse de la Historia y la Geografía.
Había dispuesto su jardín de manera que reprodujese el mapa de Dinamarca.
Estaban allí las plantas y las flores tal como aparecen distribuidas en las
diferentes regiones del país.
-Tráeme guisantes -decía, y uno iba al bancal que representaba Lolland-.
Tráeme alforfón.
Y el interpelado iba a Langeland. La hermosa genciana azul y el romero se
encontraban en Skagen, y la brillante oxiacanta, en Silkeborg. Las ciudades
estaban señaladas con pedestales. Ahí estaba San Canuto con el dragón, indicando
Odense; Absalón con el báculo episcopal indicaba Söro; el barquito con los remos
significaba que en aquel lugar se levantaba la ciudad de Aarhus. En el jardín
del maestro se aprendía muy bien el mapa de Dinamarca, pero antes había que
escuchar sus explicaciones, y ésta era lo mejor de todo.
Estaban esperando el cometa, y el buen señor les habló de él y de lo que la
gente había dicho y pensado sobre el astro muchos años antes, cuando había
aparecido por última vez.
-El año del cometa es año de buen vino -dijo-. Se puede diluir con agua sin
que se note. Los bodegueros deben esperar con agrado los años del cometa.
Por espacio de dos semanas enteras el cielo estuvo nublado, y, a pesar de que
el meteoro brillaba en el firmamento, no podía verse.
El anciano maestro estaba en su pequeña vivienda contigua a la escuela. El
reloj de Bornholm, heredado de sus padres, estaba en un rincón, pero las pesas
de plomo no subían ni bajaban, ni el péndulo se movía; el cuclillo, que antaño
salía a anunciar las horas, llevaba ya varios años encerrado, silencioso, en su
casita. Todo en la habitación permanecía callado y mudo; el reloj no andaba. Mas
el viejo piano, también del tiempo de los padres, tenía aún vida; las cuerdas
aunque algo roncas podían tocar las melodías de toda una generación. El viejo
recordaba muchas cosas, alegres y tristes, sucedidas durante todos aquellos
años, desde que, siendo niño, viera el cometa, hasta su actual reaparición.
Recordaba lo que su madre había dicho acerca de la viruta de la vela, y
recordaba también las hermosas pompas de jabón, cada una de los cuales era un
año -había dicho la mujer-, y ¡qué brillantes y ricas de colores! Todo lo bello
y lo agradable se reflejaba en ellas: juegos de infancia e ilusiones de
juventud, todo el vasto mundo desplegado a la luz del sol, aquel mundo que él
quería recorrer. Eran burbujas del futuro. Ya viejo, arrancaba de las cuerdas
del piano melodías del tiempo pasado: burbujas de la memoria, con las
irisaciones del recuerdo. La canción de su madre mientras hacía calceta, el
arrullo de la niñera...
Ora sonaban melodías del primer baile, un minueto y una polca, ora notas
suaves y melancólicas que hacían asomar las lágrimas a los ojos del anciano. Ya
era una marcha guerrera, ya un cántico religioso, ya alegres acordes, burbuja
tras burbuja, como las que de niño soplara en el agua jabonosa.
Tenía fija la mirada en la ventana; por el cielo desfilaba una nube, y de
pronto vio el cometa en el espacio sereno, con su brillante núcleo y su
cabellera.
Le pareció que lo había visto la víspera, y, sin embargo, mediaba toda una
larga vida entre aquellos días y los presentes. Entonces era un niño, y las
pompas le decían: «¡Adelante!». Hoy todo le decía: «¡Atrás!». Sintió revivir los
pensamientos y la fe de su infancia, sus ojos brillaron, y su mano se posó sobre
las teclas; el piano emitió un sonido como si saltara una cuerda.
-¡Vengan a ver el cometa! -gritaban los vecinos-. El cielo está clarísimo.
¡Vengan a verlo!
El anciano maestro no contestó; había partido para verlo mejor; su alma
seguía una órbita mayor, en unos espacios más vastos que los que recorre el
cometa. Y otra vez lo verán desde el rico palacio y desde la pobre buhardilla,
desde el bullicio de la calle y desde el erial que cruza el viajero solitario.
Su alma fue vista por Dios v por los seres queridos que lo habían precedido en
la tumba y con los que él ansiaba volver a reunirse.
FIN
* Tomado de Ciudad Seva, donde se agradece al escritor Victor Montoya su revisión
de este cuento para la Biblioteca Digital Ciudad Seva.