lunes, 14 de mayo de 2012

El escritor que se codea con la muerte

CRÓNICAS URBANAS de Humberto Ríos Navarrete/ Milenio

El reportero solo acomoda las palabras de Carlos Sánchez, oriundo del barrio bravo Las Pilas, su casa como punto de reunión para la delincuencia, su padre para convivir con ellos. Del norte es el ritmo de sus palabras y el suyo un pavoneo natural. Le tocó ver a sus camaradas agredirse y matarse. Una tarde de domingo pudo observar la forma en que mataron a El Chuy Guango, y a El Chato, con una pistola calibre .22. “Yo tenía a lo sumo unos dieciocho años —recuerda—, vivía ya para esa edad con la violencia en la pupila y como algo normal”.

Tiene una variedad de imágenes muy presentes, como aquellas, casi de igual tamaño, cuando le tocó ver cómo el Chamucho le dejaba caer una piedra en la cabeza al Simón, un camarada recién desembarcado de las Islas Marías. Y otro día observó la forma en que los peritos de Medicina Legal, en Hermosillo, levantaban el cadáver del Leo, un colega de su edad, a quien habían degollado y luego tirado en el vado del río.

Desde esas perspectiva inicia su historia, y cuando siente que puede escribir, a los veintitrés años, lo intenta con descripciones de sus amigos delincuentes, las cuales se reducían a dos párrafos en la nota roja, y luego, como un acto de justicia, quiso contar un poco más a profundidad esas vidas, las de sus compas, quienes también se enamoraban, también tenían planes, también una madre que les llorara y los esperaba de madrugada.

Y estas historias de la nota roja, de violencia, que siempre estaban a su alcance, las llevó al papel. Más tarde vinieron las investigaciones de crímenes en el semanario Párrafos, y ya más recientemente para Dossier.

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Carlos Sánchez es reportero, escritor y dramaturgo. Su más reciente obra, Matar, fue ganadora del Concurso del libro Sonorense 2010 en crónica.

El también autor de Linderos alucinados, quien después de impartir un taller dice sentir “una emoción por las ausencias que se avecinan”, suda y enhebra las palabras que, con el tiempo, se convierten en crudos retratos que pasan por el tamiz de su memoria.

—Hay algún texto que te haya causado alguna impresión especial?

—Hay muchos.

—Cuenta.

—Un día me di a la tarea de investigar dos crímenes en el puerto de Guaymas, donde mataron a una madre y a su hijo, en el interior de su casa. Los destrozaron. Fui al lugar de los hechos, conseguí el expediente, indagué con vecinos sobre el comportamiento de la familia, porque ya para ese momento el inculpado era el padre, cuando en realidad había testigos de que a esa hora él estaba en su trabajo. Era maestro.

Él y su hija, explica, habían descubierto a sus familiares muertos; y antes de que lo inculparan, el padre de familia protestó para que se resolviera el caso, pero el entonces procurador (en el sexenio del gobernador Armando López Nogales), Miguel Ángel Cortés Ibarra, lo amenazó con responsabilizarlo de las muertes en caso de que siguiera con las protestas, y se lo cumplió.

“Me sorprendió este texto, este trabajo”, dice Sánchez, “porque me di cuenta de cómo fabrican culpables con lujo de impunidad. Son tan buenos para fabricar historias, como los buenos escritores. Tres años después, y con la intervención de un abogado de renombre, los inculpados fueron absueltos, pero hasta la fecha los autores materiales del crimen no han sido aprehendidos, y del caso ni una sola palabra”.

—¿Es normal que te inviten a dar talleres en cárceles?

—Llegué a la cárcel acompañando de un amigo, Abigael Bohórquez, en 1995, el mejor poeta de este lado y quizá de aquél lado también. Él era tallerista de un grupo de chavos. En ese inter él muere, de un infarto masivo, como mueren los poetas, y me quedé al frente del grupo y desde esa ocasión permanezco en las cárceles como tallerista. Nunca me he podido desafanar, tampoco lo pretendo, aunque el dolor sea una constante dentro de la prisión, porque no es fácil ir y salir dejando adentro a los amigos, que son fraternos, solidarios y en cuyas miradas la nobleza irradia.

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Sánchez atesora muchas anécdotas, como algunas relacionadas con alumnos suyos que ganaron premios por textos escritos en la cárcel, de donde han surgido libros como el de Sylvia Arvizu, una de las pupilas más destacadas y a quien le publicó la editorial Nitro Press. Otros recuerdos se remontan a una cárcel de menores, donde adolescentes solo comen fruta una vez al mes.

En una de esas prisiones conoció a Siara, una niña de Caborca, quien un día, después de salir del comedor, sacó de entre sus ropas un mango y se lo regaló, pero él le dijo: “Cómetelo, ustedes están aquí y yo voy a la libre”. Pero ella insistió: “No, quiero que te lo comas, por favor”. Ese gesto, dice el escritor,“me impresionó, pues se quitan el pan de la boca para regalártelo”.

Otro día, recuerda, le llamó por teléfono Francisco Lugo, El Furia, desde una prisión de Hermosillo, y le pidió que fuera a su casa y que buscara a su mamá, ya que no contestaba el teléfono.

Entonces Sánchez fue a buscar a Lupita, la madre de El Furia, pues le había angustiado el tono de voz de su hijo, y al llegar a la casa de la señora, entendió por qué ella no respondía la llamada: estaba muerta.

“Después vinieron los trámites para llevar el cuerpo a la cárcel y que El Furia la mirara por última vez”, recuerda el autor de Purobarrio.

El más reciente hallazgo de Carlos Sánchez fue en un taller impartido en el Reclusorio Sur, donde uno de sus alumnos, Alberto Valdez Ramírez, “un chavo con un potencial bárbaro para la escritura”, escribió:

“…mientras regresaba al patio de maniobras del Batallón, los compañeros y antigüedades, superiores, me deseaban suerte y me decían que intentara no morir, que regresara en una pieza. Me encontré a Téllez, un soldado que conocía desde que éramos reclutas, y me gritó: ‘Mi cabo’. Volteé y me detuve, se acercó y me saludó porque yo era un grado mayor que él, y me dijo en tono amistoso: ‘Mira, pinche Valdez, donde no regreses voy por ti al infierno y te parto la madre, recuerda que tenemos que morir juntos, en combate’. Me reí, nos dimos un abrazo, le dije: ‘mira, pinche Téllez, por algo me gané la cinta de Cabo y tengo que disfrutarla más de un mes, cuando regrese vamos a ir a las Adelitas, a chingarnos un cartón’; ‘a huevo’, dijo él, y nos saludamos otra vez y corrí hacia el patio de maniobras donde ya estaba reunida casi toda mi unidad. Esa fue la última vez que vi a Téllez. Mientras yo andaba en la sierra de Sinaloa, a él lo enviaron a Taretan (Michoacán de Ocampo), y murió abatido por dos tiros en el pecho durante una refriega. Era buen muchacho, tenía mi edad, y un hijo al que no pudo criar”.

Además del contenido de ese fragmento, recuerda Carlos Sánchez, lo que más le impresionó fue que al escuchar el apellido del soldado Téllez, también se escucharon los tambores y trompetas, desde la banda de guerra que el mismo autor del texto comanda. “Me impresionó el sonido y la oportunidad, porque parecía un montaje escénico, un homenaje

para un soldado muerto en su servicio”.



http://www.milenio.com/cdb/doc/impreso/9147340

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