miércoles, 31 de agosto de 2011

La tarde que El Mena se murió un ratito

Arturo Soto Munguía
Lo que ha pasado por el ojo de Ramón Alejandro Mena Ortega, después de casi 40 años de seguir el paso de hombres, mujeres y bestias que fueron y son noticia, integra un archivo de imágenes abrumador y sorprendente.

Pero no es de gobernadores y políticos a los que siguió durante los 24 años de sus sexenios, de lo que se habla en esta historia, sino de El Mena y su lucha por la vida, después de una cirugía a corazón abierto.

Es decir, vamos a hablar del día en que a alguien, literalmente le abren el pecho para sacarle el corazón.

I

A través de la lente de sus cámaras, su mirada han captado una parte importante de la historia política y social del estado y del país, congelándola en blanco y negro, a todo color y en la magia digital de los megapixeles, inimaginables en aquellos tiempos cuando El Mena, como se le conoce entre generaciones de periodistas, andaba levantando polvo entre los surcos del Valle del Yaqui, para documentar gráficamente los estragos del ejercicio autoritario del poder, con las fotografías de la masacre de campesinos en San Ignacio Río Muerto.

Como fotógrafo de los gobernadores Samuel Ocaña García, Manlio Fabio Beltrones, Armando López Nogales y Eduardo Bours Castelo, El Mena ha estado muy cerca, siempre, del poder y las personalidades que lo encarnan, en sus diversos estilos personales con que marcaron sus gobiernos.

Después de Samuel Ocaña (1979-1985), Rodolfo Félix Valdés fue el único gobernador del que El Mena no estuvo cerca, como fotógrafo de la Dirección de Comunicación Social del Gobierno del Estado.

Pero con Manlio Fabio Beltrones, Armando López Nogales y Eduardo Bours Castelo, sumó 18 años completitos de andar pegadito a ellos, recibiendo palmadas y madrazos, dependiendo del momento anímico del jefe; de arriba abajo por aire, mar y tierra, lidiando con la visceralidad o la lambisconería de los que siempre quieren ‘salir en la foto’, al lado del que manda.

Décadas de andar en los barrios terregosos de cartolandia, lo mismo que en las cenas de gala con obispos y empresarios; diplomáticos extranjeros, deportistas encumbrados y oportunistas de efímera fama.

De Guillermo Padrés, apenas alcanzó a cubrir unos cuantos eventos, antes de que su corazón se negara a seguirle el trote, el pasado 15 de octubre del 2009.

Considerando su condición de testigo cercanísimo de las historias de grandeza y de miseria tejidas en torno a los hombres que han gobernado Sonora en los últimos treinta años, El Mena es, por decirlo coloquialmente, una fototeca con patas.

Años y años de andar a salto de mata, de aguantarle el paso a la complicada y no pocas veces churriguresca transición sonorense, los que El Mena resumió en su mente aquella tarde antes de dormirse para que le sacaran el corazón, literalmente.

II

El día que El Mena fue hospitalizado por primera vez, no pudo asistir a la segunda edición de la Noche del jazz y la cerveza, un evento que organizan anualmente los dueños de restaurantes, bares y cantinas de Hermosillo, para promover la vida nocturna en la ciudad, cada vez más deteriorada por la ‘percepción real’ (dirían los nuevos gurúes de la comunicación de masas), de que uno puede morir en medio del fuego cruzado entre policías y ladrones. Pero sobre todo, la ‘percepción real del miedo a no saber quiénes son los policías y quiénes los ladrones.

Al evento asistiría el gobernador Guillermo Padrés, y por supuesto, el nutrido equipo de talacheros de la imagen pública: reporteros, fotógrafos, camarógrafos y columpios ocasionales.

La historia de cómo al Mena le falló el corazón, ofrece material para un corrido que podría empezar más o menos así: Miércoles 15 de octubre, como a las dos de la tarde…

Pero no… eso suena a corrido póstumo y El Mena, como dice Froylán Campos, presente durante la entrevista “debe muchas como para que se vaya sin pagarlas”.

Lo cierto es que el 15 de octubre, El Mena llegó a la oficina de Comunicación Social después de una noche de perros. Un fuerte dolor en el pecho lo mantuvo en vela.

“No pude dormir hasta la una o dos de la mañana y a las cuatro me comenzó más fuerte el dolor; me levanté y vomité mucho… no pude dormir… nunca en mi vida me había pegado un dolor así”, recuerda, en el patio frontal de su casa, desde sus 64 kilos, un tanto extraños en un hombre que llegó a pesar 130.

III

Así empezó. La del 14 de octubre fue, como dijimos, una noche de perros. A pesar de ello, el día quince se presentó a trabajar a la hora acostumbrada.

Poco después del mediodía, su jefe inmediato, Francisco Verdugo (a) El Panchito Verdugo, le recuerda que ‘está de guardia’ y que después de ir a comer a su casa, deberá regresar a las 17:30, porque media hora después, el gobernador estaría inaugurando un evento en La Sauceda.

“Como a las dos y media comí y me recosté un rato; me faltó otra vez el aire, pero más duro; me sentí muy desesperado”, relata.

Aun así, se levantó y se fue a trabajar. Eso de cubrir las actividades de un gobernador no es algo que pueda impedir un dolor en el pecho.

A las cinco y media llegó a la oficina. Al primero que se encontró fue al Panchito Verdugo, al que siempre habrá que agradecer su vocación por cualquier otra cosa que no sea la medicina.

“Siento que me ahogo”, le dijo El Mena a El Panchito.

“Tómate un Peñafiel con una sal de uvas. Has de traer un pinche pedo atorado”, le respondió el otro, con la autoridad de un Nobel de Medicina.

Y El Mena muy obediente, fue a la tiendita de la esquina para surtir la receta del ‘doctor Verdugo’, ante la mirada entre compasiva y divertida de la señora que despacha, con inusual frecuencia por lo visto, ese remedio casero para las flatulencias recurrentes.

Sintiéndose descubierto, el fotógrafo esgrimió la típica explicación no pedida: “Es que traigo gases”, le confió.

Y la señora nomás se rió.

Pero lo único que sucedió con el remedio de El Panchito, fue que el dolor le dio más fuerte: “yo creo que me cayó mal lo que me recomendó el doctor Verdugo”, relata entre risas, antes de seguir con su relato.

“Y ahí te voy para la oficina, subo las escaleras al segundo piso, me voy directo a la oficina del doctor Verdugo y le digo: “oye, fíjate que me siento mal, me voy a tener que ir al Chávez…”.

“Qué bueno que me dijiste a tiempo, -le contesta el doctor Verdugo- porque el Juan Casas quiere cubrir el evento del jazz y la cerveza”.

Juan Casas es, a no dudarlo, el profesional de la lente que mayor bagaje conceptual tiene sobre su oficio, y lo acredita siempre en su trabajo, también de muchos años, en la oficina de Comunicación Social del gobierno del estado.

Y así fue que mientras el Juan le cubría las espaldas al Mena, éste arrancaba todo asustado rumbo al hospital.

Eran las seis y media de la tarde cuando agarró las llaves de su camioneta y enfiló rumbo al Hospital Chávez, pero ya mero no llegaba.

El dolor le aguijoneo el pecho tan salvajemente, que en ese momento pensó en bajarse del carro y correr hasta el hospital, para burlar los semáforos que en Hermosillo, alguien sincronizó de tal manera que siempre te toquen en rojo.

Por fin llegó a la sala de emergencias. Tras revisarlo someramente, un doctor le dijo que traía los bronquios tapados y lo mandó a que le aplicaran nebulizaciones. Por ahí andaba El Chacho Valencia, otro veterano del periodismo y sus avatares, que en los últimos años se ha desempeñado en el área de prensa del Isssteson.

Dos sesiones de 15 minutos en el nebulizador y lo regresaron con el médico de Urgencias, a quien ya no le gustó lo que vio en el aspecto de Alejandro Mena. Ordenó una placa del tórax y lo mandó internar.

En la cama, el dolor fue cediendo de a poco, pero de pronto, un convulsivo ataque de tos sacudió al paciente, y llamó poderosamente la atención del doctor Acuña, que se encontraba a cargo y se acercó rápidamente a interrogar y revisar al Mena, cuyo aspecto debió ser bastante malo, como para provocar ese pequeño escándalo que suelen ser los taconazos y los gritos ahogados en un hospital.

Pa’ pronto se hizo un corredero de gente. El doctor llamó casi a gritos al personal de enfermería y a otros médicos, mientras le introdujo casi a la fuerza una pastilla que colocó debajo de la lengua.

Luego le dio otra más grande, ordenándole que la masticara, mientras una enfermera le aplicaba una inyección en el brazo y el doctor pedía a gritos la nitroglicerina y le arrancaba la camisola a jalones.

Cuando menos pensó, ya estaba rodeado de unos siete doctores, tenía conectado un alambrero en el pecho y la mirada fija en el hombre de bata blanca que traía en sus manos el desfibrilador: “ese aparatito que da toques”, explica El Mena, con su lenguaje siempre lleno de tecnicismos.

“Ay mamacita, ahí sí me dio miedo”, admite.

IV

Como a las ocho y media, cuando se hubo desocupado de la llamada Noche del jazz y la cerveza, llegó a verlo Juan Casas.

“Me quedé preocupado, cabrón, porque te viniste solo para acá, y no sabíamos qué tenías”, le dijo.

El doctor Acuña resultó ser compañero de banca de Juan Casas, así que éste le preguntó con toda confianza sobre el estado de su amigo y colega: “Oye, ¿qué tiene este cabrón?

“No, le dijo el doctor”, según recuerda el Mena, “éste ya se andaba pelando; lo bueno que le pegó un preinfarto aquí en la cama. Pero ya le puse el veneno este, y con eso ya estuvo”, le explicó, señalando la nitroglicerina.

¿Y por qué no me había dicho, doctor, que me pegó un preinfarto?, le increpó el Mena.

¡Porque entonces sí te pega el infarto, del puro miedo!, le respondió el médico.

“¿Pero cómo un preinfarto? Es como si una morra estuviera pre embarazada”, increpó nuevamente El Mena, siempre con el método comparativo como herramienta del análisis situacional.

Ya más relajado, el doctor le explicó que por su condición de diabético, los dolores propios de un infarto son menos sensibles en su organismo, y si no lo hubieran atendido a tiempo, otra sería la historia.

“Fíjate”, se asombra El Mena al recordar ese pasaje: “estaba a punto de infartarme, y El Panchito y yo vacilando con que traía gases, con que traía un pedo atorado”.

Así empezaron los cuarenta días pegado a una cama de hospital; de terapia intensiva a piso; del Chávez al CIMA y vuelta al hospital del Isssteson.

Análisis clínicos, revisiones, medicamento a pasto, hasta que el cateterismo reveló que sus venas coronarias y la aorta estaban obstruidas y necesitaba, para empezar, cuatro by pass.

Alejandro Mena fue trasladado al Hospital CIMA, gracias a los convenios de subrogación que tiene ese nosocomio con el Isssteson.

Ahí le realizarían la operación del corazón, pero antes tenía que conseguir una finísima malla metálica llamada stent, que se adosa a las paredes arteriales para permitir el flujo sanguíneo.

Ese aditamento tiene un valor aproximado de 80 mil pesos, y es indispensable para la operación.

Rápido se movió la red de solidaridad, encabezada por Froylán Campos, Felipe Larios y Óscar Castro, los tres compadres a los que nadie saca de ese corazón que, adolorido, sigue latiendo fuerte.

Las líneas se calentaron en las llamadas de aquí para allá, tratando de conseguir el recurso entre los muchos amigos del fotógrafo preinfartado.

Para las diez de la noche, las posibilidades de la cirugía se iban diluyendo.

A esa hora, El Mena recibió una llamada de parte de la directora del Isssteson, Teresa Lizárraga, para informarle que el servicio médico para el que ha cotizado desde hace unos treinta años, se haría cargo de los gastos.

Para su familia y sus amigos, el cielo lleno de nubarrones ominosos, comienza a despejarse.

V

Durante el tiempo que estuvo en el Hospital Chávez, al Mena le tocó escuchar, cuatro veces, el escalofriante chirrido del largo zipper que cierra las bolsas negras en que se llevan a los pacientes que no sobrevivieron.

Uno tras otro fueron muriendo a un lado de su cama.

A la distancia, así lo relata:

“Tenía buena mano, el que me iban poniendo enseguida, se iba yendo”, dice el fotógrafo, enfatizando el ‘yendo’ con un movimiento de ojos hacia el cielo.

Hace el recuento: el papá de un empleado de la Dirección de Comunicación Social del gobierno del estado, “un viejito que gritaba mucho; tenía como un mes en el hospital y renegaba mucho con los doctores y enfermeras, ‘no saben otra más que andarme picando pa’sacarme sangre, todo lo quieren arreglar con eso’, les decía”.

Luego, un viejito como de 95 años, “pobrecito, nomás lo vi que se volteó para acomodarse a dormir, juntó las palmas de las manos, se las puso como almohada… y se durmió”.

Cerca de ahí, el doctor estaba preparando la medicina. Nomás volteó a verlo y dijo “¡Chingada madre, ya empezó mal el día!”.

Y así anduvo, el doctor, toda esa jornada, lamentando la muerte del viejito.

“Yo estaba en la cama 194 y él en la 193. A los días, me cambiaron a la cama 184, y el de la 183 también caminó. Luego llegó un viejito que trabajaba en los juzgados, y como si supieran, murió el día en que más gente lo fue a visitar”.

Cuando alguien muere, es una movilización ruidosa del personal del nosocomio, que se mueve más rápido de lo normal: “nomás te ponen un cartoncito, te meten en una bolsa negra con un zipper grandote, limpian la cama y vámonos, el que sigue”, explica.

“Así me tocaron cuatro, hasta el día en que metieron ahí a don Abelardo, pero gracias a Dios esa mañana me dieron de alta, relata, aludiendo al veterano y reconocido periodista Abelardo Casanova Labrada, quien por esos días tuvo un quebranto en su salud, de por sí deteriorada en los últimos meses.

A la distancia de varios días, desde la entrevista al aire libre en el patio frontal de su casa, el fotógrafo vuelve a ser el mismo Mena de siempre.

Con una cicatriz que va del tobillo a la ingle; otra más que le recorre el brazo desde la muñeca hasta la axila; una más en el pecho, donde también luce las marcas de dos punciones, El Mena suelta la risa: “Al que me iban poniendo a un lado, iba ‘caminando’; dije yo... hijuelachingada, qué bueno que no le tocó a don Abelardo que me quedara un día más… pero sí, me llevé cuatro por delante”.

VI

Una hora antes de la medianoche del 31 de octubre de 2009, el silencio se hizo en un quirófano del Hospital CIMA.

Cirujanos, asistentes, técnicos, personal de enfermería, guardaron para después las consabidas bromas y chascarrillos que usualmente ayudan, en momentos como ese, a pasar el trago amargo de una batalla perdida contra la muerte.

Ellos, que están ahí para luchar por la vida, callaron de repente.

En la mesa de operación, el paciente yace con el pecho abierto y el corazón ‘reconectado’ con venas que le han extraído de un brazo y una pierna, para alimentar de sangre y oxígeno ese órgano que debería comenzar a latir en unos cuantos segundos.

Pero en el monitor de la computadora que registra la actividad cardiaca, una línea cruza horizontalmente con su sonido monótono y triste.

Hay silencio en la sala de operaciones.

El cirujano en jefe pide el desfibrilador, ese aparato que mediante una descarga eléctrica continua, puede hacer latir de nuevo un corazón.

Esos aparatejos como planchas que la mayoría conocemos sólo por las películas de terror en blanco y negro, en la que un cuerpo inerte vuelve a la vida después de rebotar sobre una plancha, con cada descarga.

Por cierto, esos aparatos ya comienzan a instalarse en lugares públicos de las grandes ciudades del mundo, debido al incremento en la incidencia de infartos y paros cardiorespiratorios.

Esa tarde en el Hospital CIMA, la línea luminosa seguía cruzando horizontalmente el monitor con el mismo tono sostenido: “piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii”.

Le aplicaron la primera descarga y no hubo reacción.

Dos veces. Nada.

Tres. Todos en el quirófano voltearon a verse entre sí.

“Este ya se peló”, piensan para sus adentros.

A la cuarta descarga, “beep”, “beep”, “beep”, la línea en el monitor comienza a saltar rítmicamente.

El suspiro es generalizado en el quirófano del Hospital CIMA, ese 31 de octubre de 2009, por la noche, cuando Ramón Alejandro Mena Ortega fue regresado del oscuro abismo de la muerte, por la mano de los médicos. Y de Dios, como él mismo dice.

“Es como dice mi compadre Froylán, todavía debo muchas y no me voy a ir sin pagarlas”, dice, semanas después, en el patio frontal de su casa en la colonia Las Villas, mientras suelta una carcajada, nadando en un ‘pants’ marrón que le quedaba bien hace más de 20 kilos. Es decir, antes de su operación.

VII

El sábado 31 de octubre, El Mena estaba de espaldas y con los brazos en cruz, en un quirófano del CIMA.

“Al rato nos vemos”, son las últimas palabras que recuerda del doctor Siordia, antes de cerrar los ojos. Ese rato duró desde el sábado en la noche, hasta el lunes.

Y es que saliendo de la operación, lo mandaron a hemodiálisis, para evitar daños a sus riñones, afectados por la diabetes.

Pero de alguna manera, por alguna parte, se coló una infección extraña en la sangre de El Mena y obligo a suministrarle antibióticos a discreción.

Esa noche, su madre, su hermana y su esposa, estaban en la sala de espera. Sólo las dos últimas entraron a verlo, y hablaron con el doctor.

Sus rostros eran graves cuando salieron. Hacían grandes esfuerzos para contener el llanto delante de doña Carmen, la mamá de Alejandro. Armida, su compañera de los últimos años fue la que, pretextando un cigarrillo, convocó a salir del hospital.

Ya afuera, estalló en llanto. También su hermana. A Alejandro le habían detectado una infección muy extraña en la sangre, que podría ser leucemia.

Varios días después, así lo relata El Mena en la entrevista, “Dice el doctor que nunca en su vida vio tantos leucocitos, lo más alto que había visto eran 34 mil, y yo traía 64 mil”, dice.

Y agrega que por eso, el doctor no pudo dormir en toda la noche consultando con colegas, documentándose, haciendo llamadas y esperando sólo que el paciente entrara en coma, según le contó después.

Al día siguiente, la infección comenzó a ceder, pero surgió una nueva complicación. El sistema de drenaje postoperatorio no dejaba de funcionar después de seis días, cuando normalmente se retira en dos o tres.

“Me traes loco, puras cosas raras te pasan a ti”, le espetó el médico.

Después de haber sido dado de alta la primera vez, tuvo que ser internado cuatro ocasiones más.

Una de ellas, el 24 de noviembre en la noche, cuando llegó de nueva cuenta a Urgencias del Hospital Chávez, porque una opresión en el pecho no lo dejaba dormir.

“Vengo por la garantía”, le dijo al médico.

Resultó que traía unos 500 mililitros de agua en los pulmones y había que operarlo nuevamente para extraérselos, pero eso resultaba muy riesgoso, pues la anterior operación era demasiado reciente.

Con los pulmones inundados, El Mena fue trasladado al Hospital San José a bordo de una ambulancia, donde al paramédico que lo atendía se le olvidó cerrarle la llave al suero, y le dejó ir en un ratito, otros 250 mililitros.

“Lo bueno que no era de a litro el pinche suero, porque me lo hubiera pasado el cinco minutos este bárbaro”, dice entre risas.

Afortunadamente no hubo necesidad de otra operación, pues le controlaron el problema sólo con medicamentos, y para el día de la entrevista, ya le quedaban ‘nada más’ como 200 mililitros.

VIII

¿Quedaste vapuleado?, pregunta Froylán Campos, cronista con el que Alejandro Mena ha hecho mancuerna infinidad de ocasiones, en la cobertura de tantas campañas políticas, que ninguno de los dos recuerda en ese momento cuántas han sido.

“Un chingo”, responde El Mena, y uno cree que se refiere al recuento de esos trotes reporteriles, de mucha grilla y aventura. Pero no, la respuesta es en relación a la pregunta original, de qué tan madreado quedó después de las operaciones.

“Me siento muy débil, luego lo nota uno. La hemodiálisis me está matando, nunca había pasado por eso”, musita, ahora sí con voz grave.

Y hace el recuento de la gente que ha estado pendiente de él, los que se han comunicado por teléfono, los que han probado su amistad, como su tocayo Ramón Gulliver, tan servicial como malo para el billar; también presente en la entrevista, como ha estado presente casi siempre, para lo que se ofrezca.

El Gulliver es parte de la banda de los de abajo, donde El Mena ha cultivado afectos. Pero también tiene amigos encumbrados a quienes ha servido leal e institucionalmente: Manlio Fabio Beltrones, Armando López Nogales, Eduardo Bours Castelo, por citar a tres.

Guillermo Padrés no fue a verlo, pero su secretario de Salud, Bernardo Campillo y la directora del Isssteson, Teresa Lizárraga, estuvieron siempre presentes: “se pusieron a las órdenes, consiguieron la sangre, hicieron las gestiones, movieron lo que tuvieron que mover, para que yo estuviera aquí, ahora, platicando contigo”, dice.

Y no le alcanzan las palabras de agradecimiento para el personal médico, el de enfermería, para todos los que estuvieron a lo largo de casi dos meses en los que estuvo librando la batalla más difícil de su vida.

IX

Ahora la lucha de El Mena es otra.

Es para conseguir que, debido a la precaria condición de salud en la que se encuentra, las instituciones de gobierno para las que ha servido durante cuatro décadas, no le escamoteen su pensión.

Ya no puede andar de arriba a abajo. Ya no puede andar por aire, mar y tierra, siguiendo la agenda de los gobernadores. Bromeando con ellos. Alegrándoles con sus risas y con sus ocurrencias, momentos críticos sobre los que ya habrá oportunidad de escribir un poco o un mucho.

Ahora El Mena se encuentra en un estado de salud delicado, y su vida, pero sobre todo su calidad de vida, depende en mucho de la solidaridad y el apoyo de sus amigos y familiares. Y depende también de las ganas que él mismo le ponga, a cultivar hasta el último momento, la esperanza de que en medio de tanto artificio mediático, prevalezca el ánimo de seguirlo conservando entre nosotros, aunque sea para que esté chingue y chingue.

Epílogo

Al Mena me lo encontré anoche. Llegó al billar, donde el Froy y el Fernando Gutiérrez caían una vez más, abatidos por la implacable puntería de la suerte.

Venía acompañado de El Gulliver, y venía del hospital, donde le practicaron otra hemodiálisis, esa que lo mata, que le quita kilos y lo debilita y lo hace ser más humilde y más tolerante con una realidad que se empeña en empequeñecer los recuerdos de la cercanía con el poder; el codearse con los gobernadores y bromear con ellos; el servirle de fotógrafo, de guardaespaldas, de confidente, de válvula de escape en momentos críticos.

Venía desde su diabetes, su pre-infarto, sus cuarenta días entre las sábanas de las camas de hospital; desde su vocación de ser, siempre, un amigo.

Y desde esa vocación me pregunta: ¿Cómo está tu hijo?

Es decir, no me pregunta por él mismo, sino por mí.

Y yo le digo que bien.

Y él me dice que se tiene que ir, porque la hemodiálisis lo mata poco a poco, aunque ya no le resulta tan agresiva, y es probable que en un par de meses, no haya necesidad de practicársela.

Y yo llego a la casa, y me quedo leyendo el reporte médico que El Mena me mostró anteriormente, firmado por el doctor Fernando Elías Siordia Zamorano, y que a la letra dice:

“El paciente se ha recuperado bien de la intervención y aunque continúa convaleciente, su pronóstico ha mejorado, sin embargo se le han dado fuertes recomendaciones para su vida futura, donde deberá evitar todo tipo de stress, movimientos de desplazamiento rápido de tipo anaeróbico, subir o bajar escaleras o tarimas en forma repentina, que involucren esfuerzos bruscos, deberá cumplir con un programa de rehabilitación cardiaca a largo plazo. “El cambio en el estilo de vida es obligado para completar con la finalidad del tratamiento y la operación llevada a cabo, además se obliga a tener visitas periódicas con su médico tratante para evaluación y someterse a los estudios que sea necesarios; su programa de tratamiento incluye también horarios fijos de comida descansos con toma y aplicación de medicamentos”.

Y uno, que es reportero, deja salir un lagrimón como el que se resiste a soltar el Froy, cuando pregunta: “¿O sea que ya no vamos a cubrir otra campaña?

Y El Mena le responde, desde sus lánguidos 60 kilos: “Pos no sé, cabrón… yo creo que no”…

Entrada destacada

 Poesía Palabras para descifrar el laberinto del silencio.  Sylvia Manríquez