jueves, 26 de mayo de 2011

Leonora Carrington – El enamorado (cuento)

Paseando al anochecer por una callejuela, hurté un melón. El frutero, que estaba escondido detrás de sus frutas, me atrapó por el brazo: “Señorita, me dijo, hace cuarenta años que espero una ocasión como ésta. Cuarenta años que me la paso escondido detrás de esta pila de naranjas con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta. Y le digo por qué: necesito hablar, necesito contar mi historia. Si usted no me escucha, la entregaré a la policía.”

“Le escucho”, dije yo.

Me tomó del brazo y me llevó al interior de su tienda entre frutas y legumbres. Pasamos por una puerta, al fondo, y llegamos a un cuarto. Había allí un lecho en el que hacía una mujer inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debía estar allí desde hacía mucho tiempo pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. “Lo riego todos lo días”, dijo el frutero con aire pensativo.

“En cuarenta años nunca he llegado a saber si estaba muerta o no. Nunca se ha movido, ni hablado, ni comido durante ese lapso; pero lo curioso es que sigue estando caliente. Si usted no me cree, mire”. Y entonces levantó un ángulo de la cobija, lo que me permitió ver muchos huevos y algunos polluelos recién nacidos. “Usted ve, es el modo que utilizo para incubar los huevos (también vendo huevos frescos)”.

Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar: “La quiero tanto, créame. La he querido siempre. Era tan dulce. Tenía unos piesecitos ágiles y blancos. ¿Quiere usted verlos?” “No”, dije yo.

“En fin”, continuó diciendo con un profundo suspiro, “era tan hermosa. Yo tenía cabellos rubios, ella hermosos cabellos negros (ahora, los dos tenemos cabellos blancos). Su padre era un hombre extraordinario. Tenía una gran casa en el campo. Se dedicaba a coleccionar costillas de cordero. Por ese motivo llegamos a conocernos. Yo tengo una especialidad: sé desecar la carne con la mirada. El señor Pushfoot (ése era su nombre) oyó hablar de mí. Me invitó a su casa para desecar sus costillas a fin de que no se pudrieran. Agnes era su hija. Fue un amor a primera vista. Partimos juntos en barco por el Sena. Yo remaba. Agnes me hablaba así: “Te quiero tanto que vivo sólo para ti”. Y yo le decía lo mismo. Creo que es mi amor lo que la mantiene cálida; quizás está muerta, pero el calor persiste”. – “El año próximo”, prosiguió con la mirada perdida, “sembraré algunos tomates; no me asombraría que se desarrollaran bien allí dentro.” – “Caía la noche y no se me ocurría dónde pasar nuestra primera noche de bodas; Agnes se había vuelto pálida, muy pálida por la fatiga. Finalmente, apenas salimos de París, vi una cantina que daba sobre la orilla. Aseguré el barco y penetramos por la galería negra y siniestra. Había allí dos lobos y un zorro que se paseaban a nuestro alrededor. No había nadie más”.

“Llamé, llamé a la puerta que encerraba un terrible silencio. “Agnes está muy fatigada, Agnes está muy fatigada”, gritaba yo lo más fuerte que podía. Finalmente una vieja cabeza se asomó por la ventana y dijo: “No sé nada. Aquí el patrón es el zorro. Déjeme dormir: usted me fastidia.” Agnes se puso a llorar. No quedaba otro remedio: tenía que dirigirme al zorro. “¿Tiene usted camas?” le pregunté varias veces. No respondió nada: no sabía hablar. Y de nuevo la cabeza, más vieja que antes, que desciende suavemente desde la ventana, atada a un cordoncito: “Diríjase a los lobos; yo no soy el patrón aquí. Déjeme dormir, por favor”. Acabé por comprender que esa cabeza estaba loca y que no tenía sentido continuar. Agnes seguía llorando. Di varias vueltas alrededor de la casa y al fin pude abrir una ventana por la que entramos. Nos encontramos entonces en una cocina alta; sobre un gran horno enrojecido por el fuego había unas legumbres que se cocían solas y saltaban por sí mismas en el agua hirviendo; ese juego las divertía mucho. Comimos bien y después nos acostamos sobre el piso. Yo tenía a Agnes en mis brazos. No pudimos dormir ni un minuto. Esa terrible cocina contenía toda clase de cosas. Una enorme cantidad de ratas se había asomado al borde exterior de sus agujeros, y cantaban con vocecitas aflautadas y desagradables. Había olores inmundos que se inflaban y desinflaban uno tras otro, y corrientes de aire. Creo que fueron las corrientes de aire las que acabaron con mi pobre Agnes. Ya nunca más se recobró. Desde ese día habló cada vez menos”.

Y el frutero estaba tan cegado por las lágrimas que no tuve dificultad en escaparme con mi melón.

Tomado de “Antología de la poesía surrealista”. Aldo Pellegrini (Editorial Argonauta), Barcelona-Buenos Aires, 1981

Traducción de Aldo Pellegrini del libro de Leonora Carrington “La Dame Ovale” (1939, París)

Muere Leonora Carrington (1917-2011)

La escultora y escritora falleció ayer por la noche en la ciudad de México. Su cuerpo es velado en San Jerónimo.

milenio.com con información de AFP
Imagen del 9 de abril de 2011, de Leonora Carrington, en la inauguración de su última exposición y aparición en público. /EFE [1]

Ciudad de México.- La escultora y escritora Leonora Carrington, falleció ayer a las 22:30 a de la noche, confirmó a través de su cuenta de Twitter (@CSaizar) [2] Consuelo Saizar, presidenta del Conaculta.

Su promotor Issac Maisric, desde hace 25 años, informó que el cuerpo de la artista es velado en San Jerónimo, en la Ciudad de México.

Sus hijos, Pablo y Gabriel acompañan a la escultora.

En su cuenta, la directora del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes escribió.

"Así vivimos toda la vida: en mundos que Leonora incendiaba", me dice Gaby Weisz al abrazarlo.

Nacida el 6 de abril de 1917 en una familia acaudalada de Inglaterra, Carrington pasó la última parte de su vida en una sencilla casa de la Ciudad de México.

Algunas de sus esculturas adornan actualmente la avenida Paseo de la Reforma, además trabajos inéditos de Carrington, se exhiben en el Museo Estación Indianilla.

Hace un mes la escritora mexicana Elena Poniatowska lanzó en Madrid una versión novelada sobre la vida de Carrington.

Carrington convivió con figuras del movimiento surrealista como Salvador Dalí, Marcel Duchamp, Joan Miró, Pablo Picasso o Luis Buñuel.

A la edad de 20 años se fue a vivir a París donde vivió una intensa relación amorosa con el pintor surrealista Max Ernst, 26 años mayor que ella, interrumpida cuando él, de origen alemán, fue arrestado y enviado a campos de concentración.

Leonora cayó entonces en una profunda depresión e inició una campaña para denunciar a Hitler, pero terminó por ser internada en una clínica psiquiátrica en España, donde fue tratada como una demente.

Carrington logró huir del psiquiátrico y pidió ayuda en la embajada de México en Lisboa al periodista y escritor Renato Leduc, quien la apoyó para viajar primero a Nueva York y luego a México, donde se estableció definitivamente en 1942 y pasó la mayor parte de su vida.

"Ella no estaba para nada enloquecida, ella se enfrentó a la guerra y los locos fueron los que no entendieron el peligro de la guerra que vislumbró. Ella vislumbró a Hitler mucho más que cualquiera", dijo Poniatowska a la agencia AFP en una reciente entrevista con motivo de la presentación del libro biográfico.

Entrada destacada

 Poesía Palabras para descifrar el laberinto del silencio.  Sylvia Manríquez