martes, 5 de junio de 2012

Preludio del día después

El Zancudo (No mata, pero hace roncha)
06 Abril 2010

Arturo Soto Munguía

I
Otra vez aparecieron los niños de Hermosillo.
Frente a la guardería ABC, acordonada con plástico amarillo. Con sus boquetes abiertos y ennegrecidos, sus escombros chamuscados, sus recuerdos terribles, aparecieron.
“El pueblo pide justicia”, reza el cartel que un anciano ha pegado en el carrito de paletas. Flaco y empobrecido, luchón y solidario, el señor parece decir que no está ahí sólo para vender paletas.
Otra vez aparecen, Los Niños de Hermosillo.
Con sus sonrisas luminosas, invencibles y poderosas; capaces de convocar a miles y miles a tomar la calle y estremecerla con la silenciosa multitud de sus pasos cansados. Porque la tristeza pesa mucho.
La marcha sale con el murmullo de un arroyuelo. Y va creciendo. A cada cuadra, va creciendo, creciendo, creciendo, creciendo hasta terminar como mar embravecido.
II
Otra vez los tambores que le dan un aire aún más fúnebre a la marcha, como si no bastara el llanto que se multiplica en las calles, las banquetas, las ventanas, los portales y los porches de las casas.
Otra vez los pequeños viajan en globos, rosas, blancos y azules. Viajan por la calle, risueños, felices, como eran.
Hubo 48 campanadas en la iglesia de San José. Una por cada uno de los niños muertos que ahora marchan, con sus miradas tiernas poniendo de rodillas la democracia cuentachiles del gobierno.
No se cansan estos niños. Estuvieron por la mañana en el Distrito Federal, donde aprendieron nuevas consignas: “Señora Hinojosa, por qué parió esa cosa”. “Son los asesinos, Bours y Los Pinos”.
Y ahora van bajando al corazón, al centro histórico de Hermosillo.
Marchan, pero ahora son más. Se suma la niña que en su frente morena tiene escrita la palabra “Justicia” en letras blancas.
III
Los Niños de Hermosillo son poderosos. Convocan a todos.
Estremecen el corazón y el asfalto con sus pasos. Los de 48 niños que murieron “para ayudarnos a encontrarle sentido a la vida”, como dijo una madre.
“Se terminó el futuro de Sonora”, reza una cartulina sostenida por una joven señora que porta, como otros miles que se van sumando, un moño negro en su ropa.
En la gasolinera El Gallo está a punto de suceder un altercado. Unos jóvenes comienzan a desdoblar una gran lona con la imagen del gobernador y la leyenda: “Que gobierne la justicia. Fuera Bours”.
Discuten con los organizadores y terminan incorporándose al final de la marcha.
“Yeyé, estás en el cielo, ¿Y la justicia dónde está?”, reza otra pancarta.
Otra vez va Ximena en el tatuaje de su padre, Julián el superhéroe; Xiunelth en las manos de su padre, acompañado de una leyenda: “Mi niño, cada día duele más tu ausencia. Malditos corruptos”.
A la cabeza de la marcha, Don Francisco López maneja la camioneta con la que su hijo abrió un par de boquetes en la guardería salvando la vida de docenas de pequeños. El Pick Up luce modificado, carroceado, equipado y decorado con un ángel que lo abraza con sus alas.
Cosecha miles de aplausos. Todo el camino está lleno de gente. Todos le aplauden cuando pasa. Le aplauden, y luego, en silencio, se van incorporando a la marcha.
IV
La marcha avanza y va sumando, va creciendo. Como nunca crece. Se ensancha el ánimo y la marcha; la solidaridad levanta las cabezas, arranca algunas sonrisas en medio de tanto llanto. Y la marcha crece más con los que la esperan y se incorporan.
Esto es un fenómeno social, coincide la maestra Catalina Soto, recién llegada de la ciudad de México, donde acompañada de algunos padres, encabezaron una marcha desde el IMSS a la representación del gobierno de Sonora en el DF.
Con ella estuvo Ofelia Medina, y miles de personas que también son padres y madres o quieren serlo. Los Niños de Hermosillo ya están tatuados en la memoria social hermosillense, y más allá.
“Gobiernos insensibles. Qué horror vivir con ustedes”, reza otra pancarta, en manos de una señora que también se suma, como se van sumando miles.
V
Axel Abraham también está de nuevo, marchando en las manos de su padre. Su imagen tiene una leyenda que sintetiza el sentido de esta marcha: “Justicia, por el amor de Dios”.
Y en medio de tanto pesar, un espacio para el humor negro: “Cárcel al cooler”, dice una cartulina que así resume su confianza en la procuración de justicia mexicana.
Va otra vez Juanito y sus truncados sueños de futbolista.
En el restaurante La Hacienda, una señora no puede más. Se desploma. Su marido la abraza y la sienta en la banqueta. Ella agacha la cara, solloza, llora. No está cansada. Está abatida de tanta muerte.
En la Plaza de los Tres Pueblos hay cientos de personas esperando. También en la Casa de la Cultura se amontonan. Y desde el Vado del Río hasta la plaza Emiliana de Zubeldía, la marcha es una congregación de voluntades impresionante.
A la altura de Palacio de Gobierno, el contingente ha rebasado las expectativas de los más optimistas. 20 mil, es el cálculo más modesto.
Pero ni siquiera pasan por el edificio de gobierno, como lo hicieron en las anteriores cuatro marchas.
Lo ignoran. Lo desdeñan. Siguen de largo hacia la plaza, sin siquiera voltear a verlo.
7:49 de la tarde del cuatro de julio de 2002. Hora exacta en que la sociedad hermosillense, diversa, plural, hermanada por el dolor anticipa lo que es capaz de hacer cuando la lastiman de ese modo.
“Señor gobernador. ¿Verdad que si a Jesucristo lo hubieran matado en Sonora, aún no se conocería al asesino?”, pregunta una muchacha en una cartulina.
VI
A las ocho de la noche, dos horas después de salir desde la guardería, la vanguardia llega a la plaza. Un río de gente inunda la parte frontal del Museo universitario. Llenan la amplia avenida del bulevar Rodríguez. Llenan la plaza.
Ha caído la noche y saberse unidos reconforta. Pero saberse mayoría agiganta el ánimo, deshace los nudos en miles de gargantas que se abren para gritar ¡No están solos! ¡No están solos!
Pancho Jaime canta, como canta él sin ese nudo, y recibe a la marcha con Mercedes Sosa: “Sólo le pido a Dios/que el dolor no me sea indiferente/que si un traidor puede más que unos cuantos/esos cuantos no lo olviden fácilmente…”.
“Dentro del dolor hay alegría. La alegría de estar juntos”, dice la maestra de ceremonias, impresionada ante la multitud reunida con un solo fin: “Aquí estamos para exigir, no para pedir que esto no quede impune”, subraya.
Desde aquí le estamos diciendo al mundo que no nos vamos a quedar callados. Que no nos vamos a cansar, agrega.
VII
La plaza se estremece cuando la poesía la toma por asalto y convoca a más poesía, para retar a la escatología política, a lo más podrido de un Estado que deja morir a los niños si eso le sale menos caro.
La poesía nace de una madre que extraña a su hijo y lo grita con el llanto en la voz.
“Tengo mi corazón lleno de amor/tengo mi cerebro lleno de recuerdos de mi hijo/ Pero tengo mis brazos vacíos”…
La plaza tiembla. El edificio del museo y biblioteca pudo haber caído derrumbado con la voz de esa madre que grita con la rabia estallando a borbotones: “Era mi único hijo. ¿Quién me lo quitó?”, se pregunta.
Y se responde: “La impunidad y la corrupción que campean en este maldito país”.
Es Patricia Duarte, madre de Andrés Alonso. También estuvo en la marcha de la ciudad de México, donde aprendió que la lucha por la justicia apenas comienza, porque el gobierno le apuesta siempre al olvido.
Y para que no se olvide, día a día, semana tras semana, mes tras mes, habremos de recordárselo: No nos dejen solos, por favor, pide con su voz entrecortada.
Hay un estrépito de aplausos y gritos que estremecen: ¡No están solos-No están solos!
Anuncia que sus reclamos llegarán a organismos internacionales, porque presume que en México no hay justicia.
VIII
Fabiola Domínguez pide “un aplauso para ustedes, por estar aquí”. Y la multitud le responde con sus palmas. También pide un aplauso para el médico legista que le dijo que su hija, sobreviviente del incendio, estaba sana, “nada más porque no la vio quemada”.
Pero la niña se ahoga en las noches; tose. Y la madre no sabe lo que aspiró aquel día de horror y fuego.
Ella exige atención médica especializada, a cargo de instituciones no estatales, pues les ha perdido la confianza.
IX
En el mitin se lee el manifiesto a la nación, del Movimiento Ciudadano 5 de junio, que nació ese día en Hermosillo, Sonora y que hoy se conoce internacionalmente, por el repudio que despierta cualquier gobierno que provoque, en una larga red de complicidades, la muerte de 48 niños.
Se lee también una carta de la senadora Rosario Ibarra, que algo sabe de perder a un hijo.
Canta Elisa Morales y a capela, eriza los vellos con una canción de amor y de esperanza.
También Luis Rey Moreno pide, con un poema, castigo a los culpables. Su voz es un trueno que termina en llanto.
La marcha la despide José Francisco, sobreviviente del incendio. Un pedazo de cielo que su padre carga orgulloso entre sus brazos.
El padre le alza la mano como se le levanta a un campeón, y el pequeño abre mucho sus ojos claros. No le caben en la mirada tantos hombres y mujeres juntos; niños, ancianos, jóvenes.
Todos los que estuvieron ahí, anticipando de lo que es capaz una sociedad cuando le lastiman a sus hijos.

No tengo nada qué perder… ya me lo quitaron todo


El Zancudo (No mata, pero hace roncha)
    21 Junio 2009Arturo Soto Munguía

La salida de la marcha tiene un aire de duelo. Como de tristeza. Como adelantándose al día siguiente, cuando falleció Ximena, la pequeña de dos años que no sobrevivió a las quemaduras provocadas en el incendio de la Guardería ABC.
Esta vez ni siquiera el lastimero sax de la primera marcha rompe el silencio.
Pero es mejor, porque veces hay en que un sax puede ser el más violento incitador a la tristeza. Al lamento. Al llanto.
Un sax aquí, donde miles se están reuniendo para salir a caminar y en cada paso repetir como eco el enojo, la impotencia, el dolor, las ganas de decir ¡ya basta!, pero de a deveras.
No el ya basta que se repite cada cinco minutos en las radios y las televisoras estatales y no estatales, sino el ya basta que aparece en las miradas de la gente que sale al paso de la marcha; de los automovilistas que saludan y bajan la mirada en silencio; del señor que se santigua en la banqueta de la iglesia de San José, donde las campanas repicaron durante todo el tiempo que duró en pasar el contingente.
En la guardería las paredes son azules y amarillas. Y negras, pintadas por el humo que mató a muchos niños. Dos fotógrafos se dan maña, rompen de alguna manera el cerco policiaco, los listones de plástico amarillo que rodean el edificio, y suben para lograr su mejor toma.
Son periodistas.
Son los que están en todas partes, para que nada pase desapercibido, para que nada quede en el olvido.
Están trabajando pero la policía no entiende eso. Nosotros también estamos trabajando, dicen, y no les falta razón.
Los periodistas van en la marcha. Se suman, se pegan calcas en las camisas, se saludan. Saben que están escribiendo la historia y que la objetividad es un andamiaje teórico que no resiste el peso de las lágrimas.

II
Parafraseando a Jeff Durango, en la marcha nadie tiene ganas de reír.
La marcha abre brecha. Lleva a los padres de los niños muertos adelante. También a mujeres que llevan a sus niños en carreolas. Son ellos los que van abriendo brecha.
Son una línea de pequeños valientes que no tienen edad siquiera para caminar. Son como los que murieron, como los que están hospitalizados después de 15 días, algunos de ellos muy graves.
Una de ellas lleva una cartulina: “Justicia a nombre de mis compañeritos. Los extraño”.
La pequeña también estaba ahí cuando las llamas. También estaba ahí cuando el infierno.
Ahora son los que van al frente de la marcha. Son niños como los que murieron. Aún no saben hablar. No saben caminar ni andar en bicicleta ni patear una pelota ni hacer un atrapadón en el center field, que haga brincar a su padre hasta el cielo.
Los pequeños son vanguardia. Están viviendo una tragedia con la sonrisa ingenua en los labios y con esa sonrisa son vanguardia y van abriendo brecha rumbo al palacio de gobierno.
Están lejos de tener edad para votar, pero encabezan una de las marchas más importantes de la historia contemporánea de esta ciudad.
El señor de la iglesia se quita el sombrero y se santigua con la devoción de un creyente. Con el respeto que le merece la muerte. Con el sentimiento que le hace bajar la mirada y murmurar algo que sólo él entiende, mientras bendice a los niños que van al frente.
En la marcha, los únicos que sonríen son los candidatos a ganar el concurso de Photoshop.
Colgados de todos los postes, en colores intensos y brillantes, son tan ajenos al sentimiento de la gente, que sus panorámicas sonrisas ofenden. ¿De que se ríen?

III
En Parque de la Solidaridad estaba un ángel.
Medía casi tres metros. Era muy grande. Sus piernas eran muy largas y sus alas muy pequeñas, pero era un ángel. Se movía como un ángel.
Creo que la vi antes, ayudando a clavar el tacón de otro ser voluntario, que acudió a la marcha a decir ‘yo tampoco estoy de acuerdo’. Son muchachas y son zanqueras. Vinieron desde su corazón, porque sólo desde ahí se puede llegar a una marcha para exigir justicia por los niños que hoy son dolorosos huecos en los corazones que antes se llenaba con sus risas.
En ese crucero hay un ángel de zancos muy largos y alas muy cortas. Pero se mueve bien. Los movimientos de sus alas son lentos pero fuertes. Su rostro no refleja el cansancio sino el coraje.
Es una zanquera hermosa que mira pequeñito al policía municipal que dirige el tráfico para dejar libre el camino a la marcha.
Uno sigue dirigiendo el tráfico y la otra sigue moviendo sus alas, como para irse. Desde lo alto de sus zancos, desde el batir de sus alas de ángel, observa la marcha que camina rumbo a Palacio de Gobierno, a exigir justicia.

IV
En la calle los automovilistas no protestan. Aguantan minutos y minutos a que pase la marcha. No gritan, no se exasperan por el río de gente que les impide avanzar más rápido.
Bajan las ventanillas. Ven. Buscan con su mirada esperando encontrarse con su condición de madre, de padre que aguanta a pie firme la noticia de que su hijo ha muerto.
En la calle, todos se sienten víctimas. En la calle todos somos vulnerables.

V
Alguien debería decirle a la mamá de Germán, que no convierta el dolor en odio.
Explicarle que la suma de negligencias, complicidades y omisiones de los gobiernos que le arrancaron a su único hijo, no deben ser mencionadas, porque hacerlo la pueden convertir en un gusano que se arrastra por el lodo. Una oportunista.
Alguien debería decirle que su pequeño ya no se acurrucará en su pecho ni le iluminará la casa, porque está muerto.
Como otros 46 niños, que lo acompañaron en un infierno de fuego y gases tóxicos, y ahí mismo quedaron, ‘asegurados’ por el cinturón de su ‘portabebé’, en la guardería ABC, que ya apartó un lugar en la memoria social hermosillense.
La señora toma el micrófono. Está parada en el Kiosko de la Plaza Zaragoza, de cara al edificio que alberga los gobiernos estatal y municipal.
Detrás de ella, varios de los padres que perdieron a sus criaturas. Tienen flores en las manos y fotografías de sus hijos, pequeños y felices.
Las caras de esos niños tienen la alegría que se le fue a una pequeña rubia que, sosteniendo un gran cuadro con la imagen de la Virgen de Guadalupe, observa el mar de gente, desde el kiosko, a un lado de la mamá de Germán.
Los pequeños de las fotos son hermosos y felices. La pequeña rubia tiene los ojos cuajados de llanto y sus manitas aprietan el marco de la Guadalupana, mientras se muerde el labio inferior para contener un llanto que hubiera podido bañar a las cinco mil almas que frente a sus bellísimos ojos verdes coreaban ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!
La mamá de Germán se anima y toma el micrófono. Y con la voz desgarrada en un grito que erizó la piel, sentenció: ¡Yo no los perdono!

VI
Los boquetes que un ciudadano abrió en las paredes de la guardería ABC, para ayudar a sacar a los pequeños, también sirvieron para sacar a la luz pública cómo es que se gobierna este país, México lindo y qué herido.
Se llama Abraham. Es el papá de Emilia, a la que de cariño, para chipilonearla, llamaba como la llamó en las últimas dos marchas “mi changa pedorra”.
Está frente a miles que al llegar a la Plaza, descubren que no son la parte más callada de las gráficas con que unos tipos de corbata memorable, juegan a la prospectiva política.
No son números ni porcentajes tan maleables como la política clientelar con que los gobiernos fincan su legitimidad, poniéndole precio a los votos.
Abraham está en el kiosko y abre con un llamado a aislar a quienes pretendan politizar el tema, gritando cosas inadecuadas.
Alguien debería decirle a Abraham, que él no es el único que quiere y puede decir que el gobierno es el culpable del incendio donde pereció su hija de tres años.
Que no es el único que quiere gritar que vivimos en un país donde los derechos humanos se pisotean y donde la impunidad prevalece.
Porque todo eso dijo él, con un ramo de flores en la mano izquierda, y el micrófono en la derecha, muy cerca de su boca que grita: ¡La muerte de mi hija no debe quedar impune!
No debe quedar impune, dijo, como tampoco deben quedar impunes las muertes de los otros 45 niños que hasta ese día había cobrado como víctimas el incendio de la Guardería ABC.
Alguien debería decirle a Abraham que las miles de gargantas que frente a él se hacen nudo con su relato, con su voz entrecortada, con sus ojos de agua, también tienen ganas de decir que la tragedia se pudo haber evitado, pero que los dueños de la guardería se ahorraron 20 mil pesos en una puerta de emergencia y ahora están sacando cuentas de cuánto se pueden ahorrar en el pago para que la justicia no los toque.
En su pecho no cabe el llanto ni el consuelo porque Emilia ya no está.
Quizá por eso, nadie le dijo que evitara politizar el tema. Que no fuera a decir algo así como que la lucha ya no es por los niños, sino por cambiar el país, el sistema, el gobierno.
Y como nadie le dijo que si politiza el tema entonces puede pasar a ser uno más de los gusanos oportunistas que se arrastran por el lodo, Abraham clamó por justicia, desde el kiosko de la plaza Zaragoza, frente a la sede del gobierno, y dijo: “si no hay justicia… ¡cuidado!”.
Y con la voz que sólo puede salir del pecho de un padre al que le arrebataron a su changa pedorra, como la llama hoy con la voz entrecortada, frente a miles de personas que tienen la emoción a flor de piel, Abraham dijo: “Yo ya no tengo nada qué perder. Ya me quitaron todo”.
Alguien debe firmar un desplegado, de preferencia con muchas firmas de esas que dibujan los apellidos que hacen fila en las páginas de Sociales, donde le adviertan a Abraham que no debe convertir el dolor en odio.
Alguien debe ir decirle al que ya no tiene cerca a esa preciosidad que era Emilia, a esa luz en los ojos de Lupita, la madre de Emilia, a la que conozco. La que tiene en sus ojos el dolor más grande que haya visto en otros ojos.
A ellos alguien, algún tanatólogo pagado por el gobierno; alguna sicóloga con la bolsa llena de volantes de su candidato; algún especialista con cara de ‘siguiente nivel’, debería decirles que no politicen el tema.

A tres años, aún buscan justicia por caso ABC

Una reja oxidada y lonas polvorientas cercan los restos de la guardería ABC, en Hermosillo, Sonora. Hoy se cumplen tres años del viernes trágico en esta ciudad y las familias siguen buscando que se haga justicia.
Por Tomado de: / Milenio
Dia de publicación: 2012-06-05 
 
Hermosillo • Una reja oxidada y lonas polvorientas cercan los restos de la guardería ABC, en Hermosillo, Sonora. Hoy se cumplen tres años del viernes trágico en esta ciudad y las familias siguen buscando que se haga justicia.
Ernesto Cerecedo es vecino de la colonia y amigo de algunas familias que perdieron a alguien ese viernes. Pasó la mañana pintando una virgen en la barda frontal del edificio que albergó la guardería. “No eran mi familia, pero conozco a varios de ellos y esto es una pequeña contribución para la memoria de esos pequeñitos que no tuvieron la oportunidad de escapar. Solo gritaron y lloraron en ese infierno.”
Frente a lo que fue el acceso, un trozo de alfombra aletea con el viento, hasta que Cristina García, la madre de Brian llega para recolocarla. La foto de su hijo, muy cerca de donde ella comienza a trabajar lo muestra con un traje de Superman y como todos los demás, dice ella “sólo sabía sonreír”. Alista el lugar para los eventos de memoria, “en tres años lo que menos hemos tenido es justicia ni el gobierno federal ni el estatal, ni Bours ni Horcasitas han sido castigados”.
Una camioneta cruza la colonia con el altavoz encendido. “acompáñenos en las acciones que no olvidan la tragedia del ABC”. Cristina, como el resto de los padres, asegura que no ha perdido sensibilidad por lo sucedido, sin embargo, han aprendido a sobrellevar el dolor para mantener su lucha. La camioneta se aleja con el llamado a todo volúmen.
“Esperamos que esta vez el gobierno del estado muestre un poco más de sensibilidad.
Que la bandera en el centro se coloque a media asta, porque el año pasado no quisieron hacerlo”.

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