CARLOS SÁNCHEZ
Caminar es su adicción. El sudor le
empapa la camisa. Trepar a un carro le significa una blasfemia, un
pecado. Se comunica con la naturaleza, más que con personas. Vive en
constantes monólogos, y en ocasiones dialoga con sus familiares
difuntos, los que habitan en su casa.
Una noche de junio, me dispongo para
llegar a la cita con Rafael. Acordamos antes que me permitiría dormir
en su casa, cenar a su lado, tal vez embriagarme de su voz incesante,
con sus historias constantes.
Cananea
lo vio jugar desde niño, trepando montañas. Conoce de esta ciudad sus
virtudes y tragedias, sus triunfos y derrotas. Rafael lleva en las
plantas de sus pies la voluntad del conocimiento de esta tierra que
entrañablemente pende en su mirada; en su silencio la describe como un
regalo de la vida.
Al
encontrarlo lleva en sus manos una mochila verde, Para que compartamos
el peso de tu maleta, dice. Unos cuantos libros repartidos entre él y yo
y así el inicio de la caminata. Le comento a Rafael que estoy cansado,
que tomemos un taxi. Nos vamos caminando, yo no me subo a los carros,
responde.
Con
la maleta en mi espalda, y él con la suya, descendemos hacia un arroyo,
de facto la oscuridad me baña la mirada, y el cuerpo todo se enfría de
temor. El presentimiento de una caminata difícil me llena de intuición
el corazón. Enciendo la grabadora con porque tengo la costumbre, desde
adolescente, de grabarlo todo, y porque uno ya como inquieto que va por
la vida tomando nota de esto y de aquello.
Al
descender caemos sobre la arena del arroyo. Árboles, ramas, ruidos de
animales, y la ausencia de la luna. Estoy a la expectativa. ¿Cuándo me
va atacar un animal, cuándo me va a encajar un cuchillo algún cabrón?,
me pregunto sin decirlo. Mi única opción como defensa para domar el
camino, la oscuridad, es seguir a Rafael. Sus instrucciones son la lupa
si quiero encontrar las veredas y llegar a la meta que es su casa y está
en la colonia del Cobre, rumbo a Agua Prieta.
Entre
el movimiento de ramas, ruido de animales, Rafael acompaña sus pasos
con palabras, y me lleva de la mano, porque no hay fuerza para que la
voz construya mis palabras. No puedo y me dispongo a escucharlo:
Últimamente
según yo me voy a sentar a escribir, a estudiar, y en un ratito me
quedo dormido, porque ando muy cansado, la diabetes que traigo me roba
la energía, o mejor dicho, no me deja sacar energía de la azúcar, no la
digiere por falta de insulina, la diabetes es muy cabrona. ¿Ves bien tú?
Ante
la pregunta hago un esfuerzo para responder, y vacilo no sé cuánto
tiempo, me trabo en el silencio, intento decir algo pero la oscuridad me
tiene atrapado del cuello. Al final no sé cómo pero una frase llena ese
túnel que es el arroyo: Sí, veo al chingazo.
Yo
no veo, son cosas de la vejez, te vas quedando ciego, sordo, paralítico
mamá mía (grita y le sucede una sonrisa que me llena de escalofrío).
Hay una palabra que encontré en el diccionario accidentalmente, y que me
gusta: Ermunio, libre de impuestos. No tengo papeles ni de mexicano, ni
papeles de gringo, no percibo salarios, vivo de lo que quedó de mi
familia, no tengo seguro social ni me interesa tener, ermunio: libre de
cargos.
Ermunio,
me repito con insistencia para mí solo. El ruido que emiten los
animales se intensifica. Rafael dice conocer el arroyo a la perfección,
pero en este tramo que hemos recorrido ha estado a punto de caerse en un
par de ocasiones al tropezar con arbustos. Ermunio, me repito mientras
me pregunto qué hago caminando a estas horas de la noche y bajo un cielo
sin luna. En eso ando, en la cavilación, cuando su voz de nuevo:
Pues
así vivo, de lo que me dejó mi familia, de esa suma de dinero. Mi
madre, mi padre también un poquito, pero recuerdo a mi madre que la oí
decir: Toma mijito, yo sé que te va a hacer falta. Eran los dólares que
ella guardó, porque era ciudadana americana, entonces eso me está ahora
salvando del hambre. Cuando llegas a una edad como la mía, y todavía con
esas pretensiones de que si yo no hago lo mío, leer y estudiar, mejor
que termine mi vida, y estoy en eso, porque a mi edad ¿sabes de qué
chamba consigues?, de velador, no tengo nada en contra de ese oficio,
pero yo quiero hacer lo que me gusta, no quiero terminar mi vida
cuidándole los robos a un ladrón, porque la gente termina velando las
empresas de los ladrones.
¿Cuánto
tiempo te durará lo que tienes?, pregunto con una facilidad que me
sorprende, mientras sostengo de un brazo a Rafael, que está a punto de
resbalar.
Un
año, dos, tal vez tres. Me conformo si llega a ese límite, y si ya no
puedo vivir porque no tengo un salario, pienso de qué manera me gustaría
morir, y para mí lo ideal sería incinerado, yo lo único que pido al
gran mago del universo, no a Dios, al que se encarga de las magias
(acotación: Rafael pierde la vereda, me pide que lo siga, encuentra el
rumbo y continúa), he pensado que si me agarra mucho la diabetes, si ya
no puedo moverme, me dejaré morir de hambre, no quiero que empiece por
lástima la gente a llevarme el platito, ya sabes cómo, los vecinos, ni
modo que termine así, no me interesa ese término de vida, o estar ahí
vegetando, yo soy muy activo físicamente. (Cuidado porque por aquí es la
cosa, cuidado porque aquí ya hay drenaje. Sabes qué hicieron las
autoridades últimamente aquí, dizque iban a hacer un parque muy bonito y
nada más hicieron una carne asada para visitantes políticos. Sígueme:
aquí está el drenaje, aquí está medio seco ahora y aquí hay ramas,
cuidado, está medio inclinado el terreno, resbaloso, la pasada está por
allá).
Yo
creo que es lógico y natural, si ya no puedes te dejas morir, ¿de qué
te dejas morir? Yo prefiero de hambre, porque me he andado muriendo de
hambre y sé aguantar, y me he andado muriendo de sed allá en las
montañas en California, es terrible. El hambre la sientes como aquí, y
sientes como una sonsera en el cerebro, pero con la sed cada célula de
tu cuerpo te está gritando: agua, agua, agua, es terrible.
Cuando
me eché ese viaje en California, un mes más o menos en la sierra, pero
llegando a pueblitos, sentía mucha soledad. Tres cosas superé en ese
viaje: el miedo, oía rugir a los osos adentro del bosque, y si te agarra
la noche en la sierra no hay otra más que parar, pero antes de que te
agarre la noche, si andas caminando solo, como aquí, imagínate, tienes
que buscar el lugar donde acamparás, pero eso tienes que hacerlo durante
el día. Al principio me daba trabajo porque buscaba un lugar bonito,
muy intelectualizadamente, y no me dio resultado, y luego, ante la misma
presión de las circunstancias es cuando trabaja el alma, a través de
los espíritus. En esta parte del camino el clima se siente bien, pero
está difícil porque hay piedras y podemos tropezar. Eso me enseñó a
confiar más en el alma a través de los instintos, de cómo se siente el
lugar, cómo se sienten las vibras, aquí me quedo, me decía, cuando ya
estaba escogido el lugar.
Rafael
está a punto de rasgarse la cara con un alambre de púas no obstante
conocer el camino, evito con un empellón que continúe avanzando y
tropiece con un cerco sostenido por leños de mezquite. Continuamos.
Habla.
Cuando
ya pusiste tu casita ahí tienes la bolsa de dormir, lumbradas no hacía,
yo nomás comía y estaba harto, granola con leche de polvo, eso es lo
que podía llevar en la espalda. Ya tienes tu casita, tu comida lista,
todavía es temprano, tienes miedo. Ahora lo que resta del día es para
que hagas lo que te de tu chingada gana, yo me iba a dar la vueltecita
por ahí, me siento a gusto viendo el terreno donde estoy durmiendo.
Perdí el miedo. Casi no veo el terreno que estoy pisando, ¿tú sí lo ves?
Oquei, aquí está el camino, quiere decir que no estoy tan cegatón.
Varias
veces me he perdido porque hay cercas como esas que tienen un alambre
hasta abajo y es de púas, y si te encajas una de esa, puta madre, que
irá. Mira, ves esa luz allí arribita, por ahí va el camino, yo no camino
por las calles. Ahora no hay luna, eso nos desfavorece, con luna verás
qué bien se ve. Pero tú eres diurno, tú vas a caminar de día por aquí.
No, yo caminaré por la calle, le digo.
¿Por
el pavimento, lo prefieres a la cañada?, nomás por eso me vine por
aquí, por ti. Si aquí hay camino, hasta los carros pasan por aquí.
Por
aquí podemos subir, allá veo una luz, le sugiero a Rafael cuando ya el
ruido de animales, la insistencia de los alambres y el temor nos (me)
acechan constantes. Por aquí podemos subir, allá hay luz. Rafael no
responde, sólo camina y yo lo sigo. No sé cuántos metros recorremos más.
Por fin Rafael habla de nuevo.
A
la gente que vivía allá donde era el pueblo minero de antes, cerca de
la mina, nosotros les decíamos los del pueblo, pero el barrio tenía
nombre: Buenavista. A este barrio de acá le llaman Nuevo Buenavista,
porque los desalojaron, los sacó la mina, empezó a hacer sus hoyos allá
donde vivían y los pusieron aquí.
— ¿Cuántos años tienes viviendo aquí?
— ¿Oíste esa canción?
— Sí.
—
Me gusta. Últimamente, ahora que llegué, veinticuatro más o menos,
porque yo andaba allá, vagando, fíjate que yo fui a absorber a Estados
Unidos, no a absorberlo como lo absorbe la gente de allí, que absorbe la
comida chatarra. Yo absorbí costumbres, conviví con ellos, sufrí
pobrezas también con ellos, tienen muy mala fama, muy infame entre
nosotros, conviví con ellos y es la gente más honesta que me he
encontrado en toda mi vida, más natural, más gente, y no son
drogadictos, pero allí uno que otro como yo que siempre me ha dado por
la mariguanita, ahí conseguíamos, pero no para ellos, para mí, me
decían: Rafael, a ti te gusta, te regalo este gallito, son tan honestos y
tranquilos que yo que soy bastante lujurioso con mis detalles sexuales,
convivíamos desnudos completamente y nos bañábamos en las mismas tinas,
sin ningún problema. Ahí por donde vamos a subir esa lomita, me di
cuenta que ya echaron agua de drenaje, se está convirtiendo esto en un
pueblo muy cochino.
Los
lugares son como las personas, te las encuentras y unas te caen bien y
otras no, así los lugares, yo recuerdo que llegué de Magdalena, no
recuerdo detalles pero recuerdo precisiones. Miras el cerro ese, de niño
me tenían prohibido vagar y por ahí me iba con un niño mayor que yo.
Antes había cerros muy bonitos, pero se los han ido acabando, los
explotan, les sacan las tripas sólo para beneficiar a compañías
extranjeras, esto ha sido desde que se tecnificó Cananea, por allá de
mil novecientos, y han venido un montón de gringos, esto ha sido un
emporio gringo, industrializado a la gringa con extranjeros de Nueva
York donde todo ese cobre ha servido al capitalismo. Me acuerdo de niño,
cuando viví cerca de la casa de los Green, cómo veía a la viejita, la
esposa de Green, por allá, ya en silla de ruedas, por atrás de esa casa
nos íbamos a caminar porque todo aquello era un bosque y había un lago
donde nos íbamos a pescar siboris, tenía en mi casa un bote con agua, y
mi mamá me decía con mucho asco, hay niñito se te van a morir.
Rafael
abre brecha. Debajo de las ramas de un pino se encuentra su casa. Para
ingresar hay que hacer a un lado la maleza. Avanzamos y en el interior
un silencio se llena con el rechinido de la puerta. No miento si digo
que hay en ese espacio una alfombra de polvo, varios cuartos con puertas
cerradas, ropa amontonada en la habitación contigua a donde él duerme.
Allí era el cuarto de mi hermano, murió hace ya algunos años.
Frente al cuarto de su hermano está el cuarto de su madre: Este cuarto nunca se abre, aquí sigue mi madre, esas son sus cenizas.
Las
cenizas de la madre de Rafael están encima de la cama, dentro de una
caja de madera. Un silencio infinito envuelve el entorno, silencio que
describe la parsimonia en los pasos que un día diera la señora dentro de
ese hogar. A un lado de la cama hay un teléfono viejo, al otro costado
un peinador y enseguida un clóset. El silencio como constante vigencia
para la reflexión. Dentro de la casa sólo se escucha la voz de Rafael, y
una risa desde su estómago que rebota entre las paredes y se cuela por
las ventanas hasta caer como lluvia sobre las otras casas del barrio.
Con
la mirada me convoca hacia la cocina, el cansancio, el hambre, me
devastan, quiero una silla, si es preciso, mejor sería un colchón. Una
mesa sostiene una lámpara de pie, un montón de libros, sobres manila
donde Rafael escribe: Porque no tengo dinero para comprar cuadernos,
entonces un amigo me regaló como veinte mil sobres, en ellos escribo,
estoy seguro que me durarán para lo que me queda de vida.
Rafael escribe en esos papeles sepia, de textura frágil, algunas oraciones en inglés, otras en español.
Antes
de que me indique dónde y cómo puedo tomar agua, Rafael me aclara que
en su casa los baños no funcionan, porque el agua es escasa, por lo
tanto debo ir a orinar al corral. Me dirijo a orinar antes de que me
venza el cansancio, en eso estoy cuando una telaraña se me unta en el
rostro y un animal se me impacta en la frente. Corto el chorrillo y de
un salto me instalo en la puerta de la cocina. Allí lo escucho
incesante, lo miro inquieto, gesticula, abre la alacena, extrae un
frasco de aceite de olivo, echa un poco a un sartén que tiene algunas
horas bajo el fuego del piloto: Me gusta el maíz cocido a fuego lento,
una vez que está blandito le pongo calabacitas, un poco de queso, es
riquísimo.
Habla
mientras cocina, pica tomates para una ensalada fresca, echa unos
cuántos dientes de ajo ya molidos, un poco de orégano, lo revuelve y
ofrece, acompañados de tortillas de harina integral. Gesticula mientras
me observa haciéndole fotos, toma del lavaplatos un poco de agua con una
taza: De aquí es donde puedes tomar, porque en la llave no sale, cómo
le cambia a uno la vida la falta de agua.
Para
ilustrar me invita a su baño, espontáneo introduce sus manos en la
taza: Aquí hay agua solo para lavarse las manos, yo no uso este baño
para defecar ni orinar, ya sabes, si se te ofrece en la noche debes
salir al corral. El baño es amplio y guarda también un silencio que me
eriza la piel.
Al
volver a la cocina la música de Los Cadetes de Linares suena en una
grabadora vieja. Rafael hace como que canta, a mí ya el sueño me provoca
un parpadeo constante. Después de enterarme de las partes que componen
el cuerpo, y que el alma es un punto en plena frente a decir del
anfitrión, quien estudió Medicina en la Universidad Nacional Autónoma de
México, le sugiero me indique dónde dormiré esta noche. Rafael me pide
que lo siga, al final de un pasillo una puerta de madera se dificulta
para abrir. Aquí te quedas, dormirás en la cama donde una vez estuvo
Ever, un amiguito del cual hace muchos tiempo no he sabido nada de él.
Las sábanas deben tener polvo, pero las sacudes y ya. Descansa y buenas
noches, si quieres orinar ya sabes, el corral te espera.
Apenas
apago la luz, me acuesto, cierro los ojos y un escalofrío me hace
vibrar. En los pies unas manos me acarician, intento abrir los ojos,
quitar la sábana de encima de mi cuerpo, pero estoy paralizado. Sudo. La
pugna es un ring inevitable, impostergable, me subo a él y me digo que
nada es cierto, que nadie me toca, que es mi mente la que me lleva a los
temas de muertos que Rafael me ha presentado hace unos minutos. Dormiré
tranquilo, me digo con apenas el aire en el umbral de mis narices, sin
poder llevarlo a los pulmones. Y ahí estoy, inerme, inamovible,
sintiendo la presencia de esas manos y de otras presencias que no son
cuerpos, ni vidas, presencias indescriptibles que me acorralan y sin
voz, en una acción tácita, me piden abandone la casa. Intento dormir,
aprieto los ojos, el sudor me baña la cara, emerge como un río desde el
cráneo y resbala hasta mis pies que siguen con la caricia de esas manos.
De pronto entro en un trance que me lleva a escuchar voces, desde
afuera golpean las paredes, me gritan textualmente: Sal de ahí, se está
quemando la casa, sal de ahí. Veo las llamas, de pronto una Catarina con
alas de abeja me toca con su mirada y me hace reaccionar. Levanto la
sábana, salto de la cama, enciendo la luz, intento abrir la puerta, no
abre, está trabada, golpeo, Rafael, exclamo, éste se acerca, intenta
abrir, no puede, va a alguna parte, regresa y me dice: Esta chapa está
trabada, la abriré con un cuchillo. El escalofrío me perfora los
sentidos, continúo en el sudor, escucho cómo un metal se incrusta entre
la puerta y el bastidor, la chapa cede y me encuentro con los ojos de
Rafael quien me pregunta qué me pasa. Estoy inquieto, le digo. Y
responde con una risa más que irónica, macabra: Son los muertos de esta
casa, son los muertos de esta casa.
Mientras
camina hacia la cocina, lo sigo, se sienta y me siento. Le explico que
no puedo dormir, que alguien me acecha, que necesito pedir un taxi, que
me ayude. Al escucharme se transforma, iracundo en sus pupilas está el
odio que se inventa en un segundo. Me describe como un hombre débil, me
compara con las capacidades de una mujercita, me dice que no pedirá un
taxi, me revienta de insultos los oídos. Como puedo me levanto, avanzo
hacia el cuarto donde intenté dormir y en donde está mi maleta, siento
que Rafael me persigue, que en cualesquier momento hundirá el cuchillo
en mi espalda, en un charco de sangre quedaré encima de la cama.
Recojo
la cartera, el celular, dos plumas con tinta roja, la cámara
fotográfica, el cinto, me pongo los zapatos, tomo la maleta, salgo de la
habitación, Rafael no está, de pronto aparece y me increpa de nuevo, me
maldice, yo detengo un buche de terror en la garganta, Rafael me acosa,
me hostiga, se me atraviesa y le pido me acompañe a la puerta, me grita
que no, que salga de allí como pueda. Antes de salir la puerta de
acceso al andén se estrella contra su rostro, porque no puedo
sostenerla, porque mis manos están paralizadas. Rafael se molesta, me
reclama que le azoté la puerta, yo siento que el aire entra en mis
pulmones, estoy fuera ya de ese techo donde los muertos me solicitaron,
no sin ser cordiales, que desalojara ese cuarto, que me largara, incluso
por mi bien. Libro la puerta de metal del cerco, miro hacia mis
costados intentando encontrar un camino que me indique hacia adónde debo
ir. Pasadas las dos de la mañana ni los ruidos de los perros se
escuchan. Resucitar es lo que me hace sentir el aire que me golpea las
pestañas. Atrás la voz de Rafael golpea mi memoria, mi espalda, con su
sonrisa irónica, colérico me increpa: Son los muertos de esta casa, son
los muertos de esta casa. Hacia el oriente una luz me dibujaba la
esperanza de un lugar donde reposar. Camino con la maleta en el hombro,
la calle de pronto termina, en mis ojos un baldío me argumenta que no
tengo más opción que caminar encima de él. Avanzo, dos perros me
sorprenden con sus reclamos, las alarmas de los autos suenan, sigo
caminando y me dispongo a dar explicaciones si es que los dueños de los
carros que suenan salen de sus casas, tendré que decirles que no soy un
ladrón, que simplemente pasaba por allí. Camino y a lo lejos descubro un
anuncio luminoso, el aliento retorna, las letras desgastadas sugieren
la existencia de un hotel que por nombre lleva El Mezón. Llego y el
recepcionista duerme, al tocar la ventanilla se asusta, reacciona,
camina con torpeza, con su mirada me pide que no lo agreda, que está
solo, su temor lo despide en sus palabras, tartamudea, yo le digo que
sólo necesito una habitación, responde que no hay, que todo está
ocupado, que los policías federales son muchos en el pueblo y que desde
que llegaron no hay habitación desocupada. Lo que puedo hacer es pedirle
un taxi, dice con su pelo en desparpajo y las piernas en temblor.
Acepto, la unidad llega de facto, al trepar el chofer me pregunta hacia
dónde me dirijo, le digo que al Safari, ese hotel que está junto a la
terminal de autobuses. Afortunadamente, Víctor, el recepcionista del
Safari, me ha guardado una habitación, porque intuía mi retorno. El
cuarto veintiséis se abre para mí. Tiro la maleta en la cama, enciendo
la televisión y encuentro una película sobre un pueblo minero. Las luces
del cuarto permanecen encendidas, todas, casi amanece, al salir el sol
mis ojos se llenan de oscuridad.