Manual para canallas
Roberto G. Castañeda
17 de abril de 2008
Rezarle al dios equivocado
“Pídele a Dios que nunca te hagan lo mismo”, remarcó con rabia Cecilia, “eres un desgraciado”, añadió como si eso fuera una telenovela pésima, antes de dar un portazo y largarse. Pero el dios al que ella se refirió es demasiado indiferente como para ocuparse de algo tan simple como una mujer despechada porque su amante no sólo la hizo a un lado sino que hasta la despidió. Lo más lógico era que ella mantuviera la calma y amenazara con demandarlo por acoso sexual, pero todos en la oficina sabían que ella había acorralado a Sebastián en el brindis de Navidad, aunque sabía que él era casado. “Ay man’ta, no manches, cómo crees que va a dejar a su esposa”, le advirtió Betty cuando Ceci le contó sus planes, que en realidad sólo eran fantasías de una secretaria encaprichada con su jefe. Desde que llegó a la empresa, Ceci se encandiló con aquel sujeto bien parecido y un tanto indiferente. “Por Dios que me lo voy a llevar a la cama”, le contó a su amiga y confidente. Uy, la cantidad de barbaridades que se cometen en nombre de una deidad implacable. Cecilia confiaba en sus habilidades en la cama como para creer que un hombre podría renunciar a una esposa elegante y con dinero. De hecho, la agencia era del suegro de Sebastián, así que ese individuo no enloquecería sólo porque la chica era guapa y joven. En cambio, Ceci sí dejó a su novio pese a que llevaban tres años y tenían planes de boda. Ahora estaba sola y sollozando en el baño. “Te buscan los de recursos humanos”, Betty fue a buscarla y ni se preocupó por consolarla, sólo le extendió un trozo de papel para que se secara las lágrimas. “Ese maldito”, dijo Ceci, “ni siquiera le importó que estoy embarazada” y siguió llorando. Betty la dejó sola, como si creyera que por verla junto a ella también la fueran a correr. “Dios mío, cómo pude ser tan idiota”, musitó Cecilia. Y su cara era una metáfora del ridículo: el rimel corrido, una mueca absurda, la nariz moqueando, esos ojos irritados que miran hacia el suelo. La ambición es el dios que cuida la entrada al purgatorio.
“Pídele a Dios que nunca te hagan lo mismo”, remarcó con rabia Cecilia, “eres un desgraciado”, añadió como si eso fuera una telenovela pésima, antes de dar un portazo y largarse. Pero el dios al que ella se refirió es demasiado indiferente como para ocuparse de algo tan simple como una mujer despechada porque su amante no sólo la hizo a un lado sino que hasta la despidió. Lo más lógico era que ella mantuviera la calma y amenazara con demandarlo por acoso sexual, pero todos en la oficina sabían que ella había acorralado a Sebastián en el brindis de Navidad, aunque sabía que él era casado. “Ay man’ta, no manches, cómo crees que va a dejar a su esposa”, le advirtió Betty cuando Ceci le contó sus planes, que en realidad sólo eran fantasías de una secretaria encaprichada con su jefe. Desde que llegó a la empresa, Ceci se encandiló con aquel sujeto bien parecido y un tanto indiferente. “Por Dios que me lo voy a llevar a la cama”, le contó a su amiga y confidente. Uy, la cantidad de barbaridades que se cometen en nombre de una deidad implacable. Cecilia confiaba en sus habilidades en la cama como para creer que un hombre podría renunciar a una esposa elegante y con dinero. De hecho, la agencia era del suegro de Sebastián, así que ese individuo no enloquecería sólo porque la chica era guapa y joven. En cambio, Ceci sí dejó a su novio pese a que llevaban tres años y tenían planes de boda. Ahora estaba sola y sollozando en el baño. “Te buscan los de recursos humanos”, Betty fue a buscarla y ni se preocupó por consolarla, sólo le extendió un trozo de papel para que se secara las lágrimas. “Ese maldito”, dijo Ceci, “ni siquiera le importó que estoy embarazada” y siguió llorando. Betty la dejó sola, como si creyera que por verla junto a ella también la fueran a correr. “Dios mío, cómo pude ser tan idiota”, musitó Cecilia. Y su cara era una metáfora del ridículo: el rimel corrido, una mueca absurda, la nariz moqueando, esos ojos irritados que miran hacia el suelo. La ambición es el dios que cuida la entrada al purgatorio.
PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA: http://www.eluniversal.com.mx/columnas/70943.html
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