06 Abril 2010
I
Otra vez aparecieron los niños de Hermosillo.
Frente a la guardería ABC, acordonada con plástico amarillo. Con sus boquetes abiertos y ennegrecidos, sus escombros chamuscados, sus recuerdos terribles, aparecieron.
“El pueblo pide justicia”, reza el cartel que un anciano ha pegado en el carrito de paletas. Flaco y empobrecido, luchón y solidario, el señor parece decir que no está ahí sólo para vender paletas.
Otra vez aparecen, Los Niños de Hermosillo.
Con sus sonrisas luminosas, invencibles y poderosas; capaces de convocar a miles y miles a tomar la calle y estremecerla con la silenciosa multitud de sus pasos cansados. Porque la tristeza pesa mucho.
La marcha sale con el murmullo de un arroyuelo. Y va creciendo. A cada cuadra, va creciendo, creciendo, creciendo, creciendo hasta terminar como mar embravecido.
II
Otra vez los tambores que le dan un aire aún más fúnebre a la marcha, como si no bastara el llanto que se multiplica en las calles, las banquetas, las ventanas, los portales y los porches de las casas.
Otra vez los pequeños viajan en globos, rosas, blancos y azules. Viajan por la calle, risueños, felices, como eran.
Hubo 48 campanadas en la iglesia de San José. Una por cada uno de los niños muertos que ahora marchan, con sus miradas tiernas poniendo de rodillas la democracia cuentachiles del gobierno.
No se cansan estos niños. Estuvieron por la mañana en el Distrito Federal, donde aprendieron nuevas consignas: “Señora Hinojosa, por qué parió esa cosa”. “Son los asesinos, Bours y Los Pinos”.
Y ahora van bajando al corazón, al centro histórico de Hermosillo.
Marchan, pero ahora son más. Se suma la niña que en su frente morena tiene escrita la palabra “Justicia” en letras blancas.
III
Los Niños de Hermosillo son poderosos. Convocan a todos.
Estremecen el corazón y el asfalto con sus pasos. Los de 48 niños que murieron “para ayudarnos a encontrarle sentido a la vida”, como dijo una madre.
“Se terminó el futuro de Sonora”, reza una cartulina sostenida por una joven señora que porta, como otros miles que se van sumando, un moño negro en su ropa.
En la gasolinera El Gallo está a punto de suceder un altercado. Unos jóvenes comienzan a desdoblar una gran lona con la imagen del gobernador y la leyenda: “Que gobierne la justicia. Fuera Bours”.
Discuten con los organizadores y terminan incorporándose al final de la marcha.
“Yeyé, estás en el cielo, ¿Y la justicia dónde está?”, reza otra pancarta.
Otra vez va Ximena en el tatuaje de su padre, Julián el superhéroe; Xiunelth en las manos de su padre, acompañado de una leyenda: “Mi niño, cada día duele más tu ausencia. Malditos corruptos”.
A la cabeza de la marcha, Don Francisco López maneja la camioneta con la que su hijo abrió un par de boquetes en la guardería salvando la vida de docenas de pequeños. El Pick Up luce modificado, carroceado, equipado y decorado con un ángel que lo abraza con sus alas.
Cosecha miles de aplausos. Todo el camino está lleno de gente. Todos le aplauden cuando pasa. Le aplauden, y luego, en silencio, se van incorporando a la marcha.
IV
La marcha avanza y va sumando, va creciendo. Como nunca crece. Se ensancha el ánimo y la marcha; la solidaridad levanta las cabezas, arranca algunas sonrisas en medio de tanto llanto. Y la marcha crece más con los que la esperan y se incorporan.
Esto es un fenómeno social, coincide la maestra Catalina Soto, recién llegada de la ciudad de México, donde acompañada de algunos padres, encabezaron una marcha desde el IMSS a la representación del gobierno de Sonora en el DF.
Con ella estuvo Ofelia Medina, y miles de personas que también son padres y madres o quieren serlo. Los Niños de Hermosillo ya están tatuados en la memoria social hermosillense, y más allá.
“Gobiernos insensibles. Qué horror vivir con ustedes”, reza otra pancarta, en manos de una señora que también se suma, como se van sumando miles.
V
Axel Abraham también está de nuevo, marchando en las manos de su padre. Su imagen tiene una leyenda que sintetiza el sentido de esta marcha: “Justicia, por el amor de Dios”.
Y en medio de tanto pesar, un espacio para el humor negro: “Cárcel al cooler”, dice una cartulina que así resume su confianza en la procuración de justicia mexicana.
Va otra vez Juanito y sus truncados sueños de futbolista.
En el restaurante La Hacienda, una señora no puede más. Se desploma. Su marido la abraza y la sienta en la banqueta. Ella agacha la cara, solloza, llora. No está cansada. Está abatida de tanta muerte.
En la Plaza de los Tres Pueblos hay cientos de personas esperando. También en la Casa de la Cultura se amontonan. Y desde el Vado del Río hasta la plaza Emiliana de Zubeldía, la marcha es una congregación de voluntades impresionante.
A la altura de Palacio de Gobierno, el contingente ha rebasado las expectativas de los más optimistas. 20 mil, es el cálculo más modesto.
Pero ni siquiera pasan por el edificio de gobierno, como lo hicieron en las anteriores cuatro marchas.
Lo ignoran. Lo desdeñan. Siguen de largo hacia la plaza, sin siquiera voltear a verlo.
7:49 de la tarde del cuatro de julio de 2002. Hora exacta en que la sociedad hermosillense, diversa, plural, hermanada por el dolor anticipa lo que es capaz de hacer cuando la lastiman de ese modo.
“Señor gobernador. ¿Verdad que si a Jesucristo lo hubieran matado en Sonora, aún no se conocería al asesino?”, pregunta una muchacha en una cartulina.
VI
A las ocho de la noche, dos horas después de salir desde la guardería, la vanguardia llega a la plaza. Un río de gente inunda la parte frontal del Museo universitario. Llenan la amplia avenida del bulevar Rodríguez. Llenan la plaza.
Ha caído la noche y saberse unidos reconforta. Pero saberse mayoría agiganta el ánimo, deshace los nudos en miles de gargantas que se abren para gritar ¡No están solos! ¡No están solos!
Pancho Jaime canta, como canta él sin ese nudo, y recibe a la marcha con Mercedes Sosa: “Sólo le pido a Dios/que el dolor no me sea indiferente/que si un traidor puede más que unos cuantos/esos cuantos no lo olviden fácilmente…”.
“Dentro del dolor hay alegría. La alegría de estar juntos”, dice la maestra de ceremonias, impresionada ante la multitud reunida con un solo fin: “Aquí estamos para exigir, no para pedir que esto no quede impune”, subraya.
Desde aquí le estamos diciendo al mundo que no nos vamos a quedar callados. Que no nos vamos a cansar, agrega.
VII
La plaza se estremece cuando la poesía la toma por asalto y convoca a más poesía, para retar a la escatología política, a lo más podrido de un Estado que deja morir a los niños si eso le sale menos caro.
La poesía nace de una madre que extraña a su hijo y lo grita con el llanto en la voz.
“Tengo mi corazón lleno de amor/tengo mi cerebro lleno de recuerdos de mi hijo/ Pero tengo mis brazos vacíos”…
La plaza tiembla. El edificio del museo y biblioteca pudo haber caído derrumbado con la voz de esa madre que grita con la rabia estallando a borbotones: “Era mi único hijo. ¿Quién me lo quitó?”, se pregunta.
Y se responde: “La impunidad y la corrupción que campean en este maldito país”.
Es Patricia Duarte, madre de Andrés Alonso. También estuvo en la marcha de la ciudad de México, donde aprendió que la lucha por la justicia apenas comienza, porque el gobierno le apuesta siempre al olvido.
Y para que no se olvide, día a día, semana tras semana, mes tras mes, habremos de recordárselo: No nos dejen solos, por favor, pide con su voz entrecortada.
Hay un estrépito de aplausos y gritos que estremecen: ¡No están solos-No están solos!
Anuncia que sus reclamos llegarán a organismos internacionales, porque presume que en México no hay justicia.
VIII
Fabiola Domínguez pide “un aplauso para ustedes, por estar aquí”. Y la multitud le responde con sus palmas. También pide un aplauso para el médico legista que le dijo que su hija, sobreviviente del incendio, estaba sana, “nada más porque no la vio quemada”.
Pero la niña se ahoga en las noches; tose. Y la madre no sabe lo que aspiró aquel día de horror y fuego.
Ella exige atención médica especializada, a cargo de instituciones no estatales, pues les ha perdido la confianza.
IX
En el mitin se lee el manifiesto a la nación, del Movimiento Ciudadano 5 de junio, que nació ese día en Hermosillo, Sonora y que hoy se conoce internacionalmente, por el repudio que despierta cualquier gobierno que provoque, en una larga red de complicidades, la muerte de 48 niños.
Se lee también una carta de la senadora Rosario Ibarra, que algo sabe de perder a un hijo.
Canta Elisa Morales y a capela, eriza los vellos con una canción de amor y de esperanza.
También Luis Rey Moreno pide, con un poema, castigo a los culpables. Su voz es un trueno que termina en llanto.
La marcha la despide José Francisco, sobreviviente del incendio. Un pedazo de cielo que su padre carga orgulloso entre sus brazos.
El padre le alza la mano como se le levanta a un campeón, y el pequeño abre mucho sus ojos claros. No le caben en la mirada tantos hombres y mujeres juntos; niños, ancianos, jóvenes.
Todos los que estuvieron ahí, anticipando de lo que es capaz una sociedad cuando le lastiman a sus hijos.
Otra vez aparecieron los niños de Hermosillo.
Frente a la guardería ABC, acordonada con plástico amarillo. Con sus boquetes abiertos y ennegrecidos, sus escombros chamuscados, sus recuerdos terribles, aparecieron.
“El pueblo pide justicia”, reza el cartel que un anciano ha pegado en el carrito de paletas. Flaco y empobrecido, luchón y solidario, el señor parece decir que no está ahí sólo para vender paletas.
Otra vez aparecen, Los Niños de Hermosillo.
Con sus sonrisas luminosas, invencibles y poderosas; capaces de convocar a miles y miles a tomar la calle y estremecerla con la silenciosa multitud de sus pasos cansados. Porque la tristeza pesa mucho.
La marcha sale con el murmullo de un arroyuelo. Y va creciendo. A cada cuadra, va creciendo, creciendo, creciendo, creciendo hasta terminar como mar embravecido.
II
Otra vez los tambores que le dan un aire aún más fúnebre a la marcha, como si no bastara el llanto que se multiplica en las calles, las banquetas, las ventanas, los portales y los porches de las casas.
Otra vez los pequeños viajan en globos, rosas, blancos y azules. Viajan por la calle, risueños, felices, como eran.
Hubo 48 campanadas en la iglesia de San José. Una por cada uno de los niños muertos que ahora marchan, con sus miradas tiernas poniendo de rodillas la democracia cuentachiles del gobierno.
No se cansan estos niños. Estuvieron por la mañana en el Distrito Federal, donde aprendieron nuevas consignas: “Señora Hinojosa, por qué parió esa cosa”. “Son los asesinos, Bours y Los Pinos”.
Y ahora van bajando al corazón, al centro histórico de Hermosillo.
Marchan, pero ahora son más. Se suma la niña que en su frente morena tiene escrita la palabra “Justicia” en letras blancas.
III
Los Niños de Hermosillo son poderosos. Convocan a todos.
Estremecen el corazón y el asfalto con sus pasos. Los de 48 niños que murieron “para ayudarnos a encontrarle sentido a la vida”, como dijo una madre.
“Se terminó el futuro de Sonora”, reza una cartulina sostenida por una joven señora que porta, como otros miles que se van sumando, un moño negro en su ropa.
En la gasolinera El Gallo está a punto de suceder un altercado. Unos jóvenes comienzan a desdoblar una gran lona con la imagen del gobernador y la leyenda: “Que gobierne la justicia. Fuera Bours”.
Discuten con los organizadores y terminan incorporándose al final de la marcha.
“Yeyé, estás en el cielo, ¿Y la justicia dónde está?”, reza otra pancarta.
Otra vez va Ximena en el tatuaje de su padre, Julián el superhéroe; Xiunelth en las manos de su padre, acompañado de una leyenda: “Mi niño, cada día duele más tu ausencia. Malditos corruptos”.
A la cabeza de la marcha, Don Francisco López maneja la camioneta con la que su hijo abrió un par de boquetes en la guardería salvando la vida de docenas de pequeños. El Pick Up luce modificado, carroceado, equipado y decorado con un ángel que lo abraza con sus alas.
Cosecha miles de aplausos. Todo el camino está lleno de gente. Todos le aplauden cuando pasa. Le aplauden, y luego, en silencio, se van incorporando a la marcha.
IV
La marcha avanza y va sumando, va creciendo. Como nunca crece. Se ensancha el ánimo y la marcha; la solidaridad levanta las cabezas, arranca algunas sonrisas en medio de tanto llanto. Y la marcha crece más con los que la esperan y se incorporan.
Esto es un fenómeno social, coincide la maestra Catalina Soto, recién llegada de la ciudad de México, donde acompañada de algunos padres, encabezaron una marcha desde el IMSS a la representación del gobierno de Sonora en el DF.
Con ella estuvo Ofelia Medina, y miles de personas que también son padres y madres o quieren serlo. Los Niños de Hermosillo ya están tatuados en la memoria social hermosillense, y más allá.
“Gobiernos insensibles. Qué horror vivir con ustedes”, reza otra pancarta, en manos de una señora que también se suma, como se van sumando miles.
V
Axel Abraham también está de nuevo, marchando en las manos de su padre. Su imagen tiene una leyenda que sintetiza el sentido de esta marcha: “Justicia, por el amor de Dios”.
Y en medio de tanto pesar, un espacio para el humor negro: “Cárcel al cooler”, dice una cartulina que así resume su confianza en la procuración de justicia mexicana.
Va otra vez Juanito y sus truncados sueños de futbolista.
En el restaurante La Hacienda, una señora no puede más. Se desploma. Su marido la abraza y la sienta en la banqueta. Ella agacha la cara, solloza, llora. No está cansada. Está abatida de tanta muerte.
En la Plaza de los Tres Pueblos hay cientos de personas esperando. También en la Casa de la Cultura se amontonan. Y desde el Vado del Río hasta la plaza Emiliana de Zubeldía, la marcha es una congregación de voluntades impresionante.
A la altura de Palacio de Gobierno, el contingente ha rebasado las expectativas de los más optimistas. 20 mil, es el cálculo más modesto.
Pero ni siquiera pasan por el edificio de gobierno, como lo hicieron en las anteriores cuatro marchas.
Lo ignoran. Lo desdeñan. Siguen de largo hacia la plaza, sin siquiera voltear a verlo.
7:49 de la tarde del cuatro de julio de 2002. Hora exacta en que la sociedad hermosillense, diversa, plural, hermanada por el dolor anticipa lo que es capaz de hacer cuando la lastiman de ese modo.
“Señor gobernador. ¿Verdad que si a Jesucristo lo hubieran matado en Sonora, aún no se conocería al asesino?”, pregunta una muchacha en una cartulina.
VI
A las ocho de la noche, dos horas después de salir desde la guardería, la vanguardia llega a la plaza. Un río de gente inunda la parte frontal del Museo universitario. Llenan la amplia avenida del bulevar Rodríguez. Llenan la plaza.
Ha caído la noche y saberse unidos reconforta. Pero saberse mayoría agiganta el ánimo, deshace los nudos en miles de gargantas que se abren para gritar ¡No están solos! ¡No están solos!
Pancho Jaime canta, como canta él sin ese nudo, y recibe a la marcha con Mercedes Sosa: “Sólo le pido a Dios/que el dolor no me sea indiferente/que si un traidor puede más que unos cuantos/esos cuantos no lo olviden fácilmente…”.
“Dentro del dolor hay alegría. La alegría de estar juntos”, dice la maestra de ceremonias, impresionada ante la multitud reunida con un solo fin: “Aquí estamos para exigir, no para pedir que esto no quede impune”, subraya.
Desde aquí le estamos diciendo al mundo que no nos vamos a quedar callados. Que no nos vamos a cansar, agrega.
VII
La plaza se estremece cuando la poesía la toma por asalto y convoca a más poesía, para retar a la escatología política, a lo más podrido de un Estado que deja morir a los niños si eso le sale menos caro.
La poesía nace de una madre que extraña a su hijo y lo grita con el llanto en la voz.
“Tengo mi corazón lleno de amor/tengo mi cerebro lleno de recuerdos de mi hijo/ Pero tengo mis brazos vacíos”…
La plaza tiembla. El edificio del museo y biblioteca pudo haber caído derrumbado con la voz de esa madre que grita con la rabia estallando a borbotones: “Era mi único hijo. ¿Quién me lo quitó?”, se pregunta.
Y se responde: “La impunidad y la corrupción que campean en este maldito país”.
Es Patricia Duarte, madre de Andrés Alonso. También estuvo en la marcha de la ciudad de México, donde aprendió que la lucha por la justicia apenas comienza, porque el gobierno le apuesta siempre al olvido.
Y para que no se olvide, día a día, semana tras semana, mes tras mes, habremos de recordárselo: No nos dejen solos, por favor, pide con su voz entrecortada.
Hay un estrépito de aplausos y gritos que estremecen: ¡No están solos-No están solos!
Anuncia que sus reclamos llegarán a organismos internacionales, porque presume que en México no hay justicia.
VIII
Fabiola Domínguez pide “un aplauso para ustedes, por estar aquí”. Y la multitud le responde con sus palmas. También pide un aplauso para el médico legista que le dijo que su hija, sobreviviente del incendio, estaba sana, “nada más porque no la vio quemada”.
Pero la niña se ahoga en las noches; tose. Y la madre no sabe lo que aspiró aquel día de horror y fuego.
Ella exige atención médica especializada, a cargo de instituciones no estatales, pues les ha perdido la confianza.
IX
En el mitin se lee el manifiesto a la nación, del Movimiento Ciudadano 5 de junio, que nació ese día en Hermosillo, Sonora y que hoy se conoce internacionalmente, por el repudio que despierta cualquier gobierno que provoque, en una larga red de complicidades, la muerte de 48 niños.
Se lee también una carta de la senadora Rosario Ibarra, que algo sabe de perder a un hijo.
Canta Elisa Morales y a capela, eriza los vellos con una canción de amor y de esperanza.
También Luis Rey Moreno pide, con un poema, castigo a los culpables. Su voz es un trueno que termina en llanto.
La marcha la despide José Francisco, sobreviviente del incendio. Un pedazo de cielo que su padre carga orgulloso entre sus brazos.
El padre le alza la mano como se le levanta a un campeón, y el pequeño abre mucho sus ojos claros. No le caben en la mirada tantos hombres y mujeres juntos; niños, ancianos, jóvenes.
Todos los que estuvieron ahí, anticipando de lo que es capaz una sociedad cuando le lastiman a sus hijos.
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