Yoani Sánchez
Imagen tomada de: http://www.radiomiami.us
Mi madre era sólo una niña de cinco años
viviendo en una cuartería de Centro Habana y yo apenas un óvulo de los
tantos que dormitaban en su vientre. En medio del ajetreo cotidiano y de
los primeros síntomas del desabastecimiento que ya se notaba en la
sociedad cubana, mi abuela no se percató de cuán cerca estábamos del
holocausto en aquel octubre de 1962. La familia percibía la crispación,
el triunfalismo y el nerviosismo colectivo de que algo delicado
ocurría, pero jamás llegó a imaginar la gravedad de la situación.
Quienes vivieron ese mes tan cruel, lo mismo se comportaban ajenos que
cómplices; desinformados que dispuestos al sacrificio; entusiastas que
adocenados.
La llamada Crisis de los Misiles,
conocida hacia el interior de Cuba como Crisis de Octubre, tocó de
diversas maneras a varias generaciones de cubanos. Si unos recuerdan el
terror del momento, a otros les quedó la constante crispación de la
trinchera, la máscara antigás, el susto de la alarma que podía sonar en
medio de la noche, la Isla hundiéndose en el mar como metáfora de
discursos y de temas musicales. Nada volvió a la normalidad después de
aquel octubre. Quienes no lo vivimos en carne propia aún así heredamos
su desazón, la fragilidad de estar parados justo en el borde que puede
terminar en el abismo.
Quizás lo que más nos llame la atención
en estos tiempos es la enorme capacidad de decisión que tuvieron algunos
individuos sobre asuntos de tanta trascendencia. Si en un momento de
debilidad los soviéticos hubieran cedido a la tentación de dejar el
botón rojo cerca del dedo de Fidel Castro, como él hubiera deseado,
probablemente nadie pudiera estar leyendo este texto. Es más, este texto
ni siquiera existiría. Por suerte, hacer despegar y colocar en el
blanco un cohete con carga nuclear es una operación mucho más compleja
de lo que nos han hecho creer algunas películas catastrofistas. Sobre
todo en 1962, cuando los controles electrónicos necesitaban distribuirse
en enormes y laberínticos armarios metálicos acomodados en cabinas
herméticas.
Las consignas que se gritaron en las
plazas cubanas por aquellos días serían mal vistas por el sentido común
que trata de prevalecer en estos comienzos del siglo XXI. Sonarían
demasiado irracionales, absurdamente desmedidas… en contra de la vida.
Porque cuando las madres europeas acostaban a sus hijos con el temor de
que no hubiera un amanecer, en el malecón habanero había comparsas
repitiendo el estribillo “Si vienen quedan” y mientras en todo el mundo
se calculaba con pesimista exactitud lo que se iba a perder y lo que
quedaría en pie, en esta Isla se repetía hasta el cansancio que
estábamos dispuestos a desaparecer “antes que consentir en ser esclavos
de nadie”. Cuando la URSS decidió retirar los cohetes, la gente
irresponsablemente tarareó en las calles: “Nikita, mariquita, lo que se
da no se quita”.
Hace apenas unos días, el propio Fidel
Castro retomó algo de esa altanería pueril cuando afirmó en un texto que
“nunca pediremos excusa a nadie por lo que hicimos”. Sus palabras
intentaron rodear de gloria la actitud intransigente del gobierno cubano
durante aquellos días que sacudieron al mundo. Ahora, nos queda al
menos como alivio el que este anciano testarudo de 86 años está cada
vez más lejos del botón rojo que desataría el desastre. Cada día se
queda más imposibilitado de influir en el derrotero mundial. La crisis
de los misiles no volverá a repetirse en esta Isla, por muchos octubres
que nos queden por delante.
Fuente: Blog Generación Y http://www.desdecuba.com/generaciony/?p=6890
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