A mis doce años de
edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor
cura que pasaba me salvó con un grito: Cuidado! El ciclista cayó a
tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: Ya vio lo que es el
poder de la palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, ademas, que los
mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor, que
tenían un dios especial para las palabras.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor.
No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber como se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor.
No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber como se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua española
tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir sin
fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica,
como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica
creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de
expansión, en un ámbito propio de diecinueve millones de kilómetros
cuadrados y cuatrocientos millones de hablantes al terminar este
siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en los Estados
Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de
intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la
atención que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados,
mientras en la república del Ecuador tienen ciento cinco nombres
para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente,
que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aun no se ha
inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos
poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que
un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero,
dijo: ``Parece un faro''. Que una vivandera de la Guajira colombiana
rechazo un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que
Don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejo
escrito de su puño y letra que el amarillo es el color de los
enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café
que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a
beso?
Son pruebas al canto de
la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe en su
pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en
cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para
que entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa.
En ese sentido, me
atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la
gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a
nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas
a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos
y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y
científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de
buen corazón con los gerundios bárbaros, los ques endémicos, el
dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el
esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos
en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro
muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la
cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites
entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos
escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga
lágrima ni confundirá revolver con revólver. Y que de nuestra be
de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos
trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?
Son preguntas al azar,
por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de
que les lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas
osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por
lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a
tiempo aquella bicicleta providencial de mis doce años. [
Declaraciones de García Márquez para La
Jornada,
México, 8 de abril de 1997]
Joaquín
Estefanía
El escritor Gabriel
García Márquez considera «natural» la reacción de los
gramáticos, lingüistas y académicos a su discurso de Zacatecas (
Botella al mar para el dios de las palabras , EL PAÍS del pasado
martes 8 de abril): «Sería absurdo que los que guardan la
virginidad de la lengua estuvieran contra sí mismos. Pero la mayoría
parece haber hablado sin conocer el texto completo de mi discurso,
sino sólo fragmentos más o menos desfigurados en despachos de
agencias. En todo caso es increíble que a la hora de la verdad hasta
los más liberales sean tan conservadores».
Estos días hemos oído
en muchas ocasiones que el escritor colombiano había pedido suprimir
la gramática. Su discurso no lo dice.
«Dije que la gramática
debería simplificarse, y este verbo, según el Diccionario de la
Academia, significa 'hacer más sencilla, más fácil o menos
complicada una cosa'. Pasando por alto el hecho de que esa definición
dice tres veces lo mismo, es muy distinto lo que dije que lo que
dicen que dije. También dije que humanicemos las leyes de la
gramática. Y humanizar, según el mismo diccionario, tiene dos
acepciones. La primera: 'hacer a alguien o algo humano, familiar o
afable'. La segunda, en pronominal: 'Ablandarse, desenojarse, hacerse
benigno'. «¿Dónde está el pecado?», se pregunta.
El siguiente punto de
contestación a las palabras de García Márquez es el ortográfico.
Parte del supuesto de que si a él le hiciesen un examen de
gramática, le reprobarían «en toda línea».
«Además, mi
ortografía me la corrigen los correctores de pruebas. Si fuera un
hombre de mala fe diría que ésta es una demostración más de que
la gramática no sirve para nada. Sin embargo la justicia es otra: si
cometo pocos errores gramaticales es porque he aprendido a escribir
leyendo al derecho y al revés a los autores que inventaron la
literatura española y a los que siguen inventándola porque
aprendieron con aquellos. No hay otra manera de aprender a escribir».
En toda la
conversación, el Nobel de Literatura reivindica su papel de escritor
y como tal, piensa «más en el sufrimiento de la gente que en la
pureza del lenguaje».
«Por eso dije y repito
que debería jubilarse la ortografía. Me refiero, por supuesto, a la
ortografía vigente, como una consecuencia inmediata de la
humanización general de la gramática. No dije que se elimine la
letra hache, sino las haches rupestres. Es decir, las que nos vienen
de la edad de piedra. No muchas otras, que todavía tienen algún
sentido, o alguna función importante, como en la conformación del
sonido che, que por fortuna desapareció como letra independiente».
Quizá el mayor
escándalo se ha formado con sus propuestas respecto a las bes y las
uves, y con los acentos.
Sobre las primeras,
dice: «No faltan los cursis de salón o de radio y televisión que
pronuncian la be y la ve como labiales o labidentales, al igual que
en las otras letras romances. Pero nunca dije que se eliminara una de
las dos, sino que señalé el caso con la esperanza de que se busque
algún remedio para otro de los más grandes tormentos de la escuela.
Tampoco dije que se eliminara la ge o la jota. Juan Ramón Jiménez
reemplazó la ge por la jota, cuando sonaba como tal, y no sirvió de
nada. Lo que sugerí es más difícil de hacer pero más necesario:
que se firme un tratado de límites entre las dos para que se sepa
dónde va cada una».
En cuanto los acentos,
irónico, explica.
«Creo
que lo más conservador que he dicho en mi vida fue lo que dije sobre
ellos: pongamos más uso de razón en los acentos escritos . Como
están hoy, con perdón de los señores puristas, no tienen ninguna
lógica. Y lo único que se está logrando con estas leyes marciales
es que los estudiantes odien el idioma».
García Márquez opina
que los gramáticos y los escritores son oficios distintos. Su
diferente dialéctica es la que ha generado el debate.
«La raíz de esta
falsa polémica es que somos los escritores, y no los gramáticos y
lingüistas, quienes tenemos el oficio feliz de enfrentarnos y
embarrarnos con el lenguaje todos los días de nuestras vidas. Somos
los que sufrimos con sus camisas de fuerza y cinturones de castidad.
A veces nos asfixiamos, y nos salimos por la tangente con algo que
parece arbitrario, o apelamos a la sabiduría callejera».
«Por ejemplo: he dicho
en mi discurso que la palabra condoliente no existe. Existen el verbo
condoler y el sustantivo doliente , que es el que recibe las
condolencias . Pero los que las dan no tienen nombre. Yo lo resolví
para mí en El General en su laberinto con una palabra sin inventar:
condolientes . Se me ha reprochado también que en tres libros he
usado la palabra átimo, que es italiana derivada del latín, pero
que no pasó al castellano. Además, en mis últimos seis libros no
he usado un sólo adverbio de modo terminado en mente, porque me
parecen feos, largos y fáciles, y casi siempre que se eluden se
encuentran formas bellas y originales».
El escritor, que está
de excelente humor, concluye la conversación de un modo muy
expresivo.
«El deber de los
escritores no es conservar el lenguaje sino abrirle camino en la
historia. Los gramáticos revientan de ira con nuestros desatinos
pero los del siglo siguiente los recogen como genialidades de la
lengua. De modo que tranquilos todos: no hay pleito. Nos vemos en el
tercer milenio».
Y reitera sus palabras
de Zacatecas: «Simplifiquemos la gramática antes de que la
gramática termine por simplificarnos a nosotros».
http://www.mundolatino.org/cultura/garciamarquez/ggm6.htm#Botella
al mar para el dios de las palabras
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