Por Sylvia Teresa Manriquez
El miedo me fue invadiendo poco a poco, no podía despegar la mirada de las imágenes aterrorizantes, me sentía paralizada. Las manos huesudas y frías surgieron del suelo, atraparon mis pequeñas piernas que colgaban en la orilla de la cama. Mi grito asustó además de a los habitantes de la casa, a toda la cuadra. Mi abuela, que estaba cerca, tornó dura su mirada azul, y solo atinó a asestarme un certero bastonazo en la espalda, reacción de auto defensa pues sintió que el susto irremediablemente le provocaría un infarto.
- ¡Callate niña! ¡No grites así!-
- ¡Pero es que mi tío Isauro me asustó!
- ¡No te asustó nada, aquí no hay nadie!
Y en efecto del tío ni sus luces, había huido.
Recuerdo muy bien esa tarde de verano en Navojoa. Solíamos reunirnos en la habitación de la abuela, porque tenía refrigeración. Jugábamos lotería, la oca o serpientes y escaleras, apostando con frijoles, o disfrutábamos las películas que pasaban por el canal dos de Televisa o el dos de Obregón. Este último transmitía las cintas de El Santo y Blue Demon contra una serie de horripilantes monstruos. Una de esas me tenía casi petrificada, cuando el adolescente tío Isauro, decidió meterse debajo de la cama y esperando al climax me dio el susto de mi vida.
Sospecho que a él debo mi miedo a la oscuridad.
La casa de la abuela tenía un largo pasillo, a un lado del cual estaban las tres recamaras, y del otro, la sala, el comedor, la estancia, y al final la cocina. Para ir a esta última se tenía que recorrer ese camino, que de día era amplio e iluminado, pero de noche, presentaba oscuridad amenazante.
Tal vez por ser de las mas pequeñas me enviaban a apagar la luz de la cocina, que quien sabe porque todas las noches se quedaba encendida. A pesar de mis protestas, bastaba una amenaza con el bastón de la abuela para convencerme de ir por ese temible corredor, que mi imaginación de 6 años, llenaba de brujas, alimañas, zombies, fantasmas y demás seres terroríficos que veía en las películas de El Santo.
Y allí me tienen caminando con los ojos bien aguzados, y los oídos abiertos, con pasos lentos, hasta llegar a la cocina, sin entrar deslizar la mano por la pared para, desde lo mas lejos posible apagar la luz y regresar corriendo, pero, cuando casi llegaban mis deditos al “apagador” ¡zas!
Otra vez la mano huesuda los atrapaba y de nuevo el susto. Entonces si, la abuela regañaba al tío Isauro, aunque el pavoroso sobresalto nadie me lo quitaba.
Con el tiempo, el tío Isauro Quiroz Narváez, se fue a estudiar a Guadalajara. Cuando volvió, yo también había crecido, ya no hubo mas bromas espeluznantes. Hasta la fecha, es uno de mis tíos favoritos. Se casó con mi tía Elsa Antelo y tienen tres hijas, viven en Navojoa.
De mi abuela recuerdo el color de sus ojos, que lo mismo acariciaban que regañaban. Como cuando me cachó robándole los chocolates con cereza que mi padre le traía de Nogales, Arizona. Los dulces se volvían irresistibles cuando ella misma me regalaba uno, haciendo que mi paladar no pudiera olvidar el exquisito sabor. Aprovechando su siesta me escabullía hasta el armario donde guardaba la cajita y tomaba solamente uno, pero repetidas veces, hasta que me encontré con su hermosa, silenciosa y desaprobatoria mirada.
Recuerdo sus ojos, también, cuando enfermó. Embolia dijo el doctor, una más. La presencia del cura en la casa con la sotana negra me impresionó. Esa vez nos reunieron a todos los nietos y bisnietos, de uno en uno nos fueron llevando ante ella. Con mucho cariño me abrazó, acarició mi rostro y recomendó me portara siempre bien. Sus ojos azules me abrazaron tan fuerte como sus cansados brazos.
Mi abuela, mi Nana Linda, Hermelinda Baez, falleció al día siguiente. Sus ojos azules regalaron el color al cielo para recordarme eternamente su cariño.
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