Héctor de Mauleón
Uno esperaría que en los momentos de crisis, cuando la violencia arrasa el país y crece la desconfianza ante el gobierno, los políticos e incluso el trabajo de los medios, los intelectuales se echaran a cuestas la tarea de alumbrar, honestamente, las cosas del mundo. El problema es que gran parte de los intelectuales están hoy para ponerse a llorar. Como carecen de ideas, adoptan posturas. Como sólo unos cuantos se toman la molestia de mantenerse informados —la mayoría no pierde el tiempo mirando las miserias de la realidad asfixiante, y otra parte admite sólo las versiones que provienen de la prensa “independiente” y la voz de sus santones—, lo que queda es un vulgar masticado de frases y lugares comunes que no hacen sino propalar la confusión.
El 5 de abril, en medio de la indignación causada por el asesinato del hijo del poeta Javier Sicilia y seis personas más (escribir “seis personas más” es una forma de demostrar que no sólo contamos, sino también categorizamos a los muertos), recibí un par de correos firmados por intelectuales, escritores y poetas que invitaban a marchar “en memoria de los 40 mil caídos”, según uno, y en protesta, según otro, “por los 40 mil muertos de Calderón”. En honor a la verdad, no me sentí con ánimo de marchar en memoria de Beltrán Leyva, Tony Tormenta, Nacho Coronel y los miembros de La Familia, los Zetas, y los cárteles de Tijuana, Juárez, Sinaloa y el Golfo, que han sido asesinados “en esta guerra estúpida en la que nos metieron sin preguntarnos”. Tampoco me sentí inclinado a creer que los 40 mil muertos fueran propiedad exclusiva de Calderón, como si gatilleros y sicarios hubieran esperado una orden suya para lanzarse contra la gente.
Lo repito: uno esperaría que los intelectuales alumbraran, separaran, ordenaran el mundo. Como no se tomaron el trabajo de hacerlo (lo urgente era salir en la foto), la marcha del miércoles, que alguien ha calificado ya como “un hito”, se convirtió, no en un movimiento que expresara el repudio total de la sociedad a los criminales y a los narcotraficantes; no en un movimiento en contra de El Chapo y El Mayo, y del terror que desatan sus huestes en las zonas que controlan; no en un movimiento a favor de la paz y en solidaridad con las familias de los jóvenes asesinados en Temixco; tampoco en un movimiento que demandara al gobierno una estrategia efectiva para detener la violencia, quitar el poder a los criminales y devolver al Estado el uso de las potestades que el crimen le ha arrebatado. Según lo describe, con honestidad y valentía en su columna de Milenio el escritor José de la Colina, la marcha se volvió sólo una oportunidad para que las lacras que viven de los mendrugos de la política, para que “los profesionales del resentimiento” y los borregos de las iglesias más fanáticas y corruptas, salieran a la calle a lucrar con la tragedia del poeta Sicilia. “Calderón, genocida”, se leía en una manta. “Los verdaderos asesinos están en Los Pinos”, afirmaba otra. Entre “los aullidos, ladridos y rugidos” del SME, Antorcha Campesina y los Atencos, no apareció una manta que dijera: “Chapo, nos tienes hasta la madre”. Lo que sí hubo fueron las felicitaciones que estos intelectuales cambiaron en sus blogs al día siguiente, satisfechos por el día “en que caminamos juntos” mientras “los cartelones que luchaban contra el viento” rezaban: “Calderón, ya párale a tu guerra, asesino!!!”.
Desde una revista de derecha que —en el sexenio más sangriento que ha vivido México en los años recientes— no ha tocado el tema de la inseguridad más que cuatro o cinco veces, un crítico literario compra con ingenuidad los argumentos de un libro que, sin presentar pruebas, fuentes, documentos, asegura que a Mouriño lo mataron los narcos por haber incumplido un pacto y afirma que Felipe Calderón es socio de El Chapo. Desde un periódico de izquierda, un intelectual obnubilado por la ideología se vomita en la tragedia de Isabel Miranda, Nelson Vargas y Alejandro Martí, porque, dice, ahora “se dedican a recibir premios y a respaldar la totalitaria Iniciativa México”. Ni aquí ni allá se exhiben razones, se presentan pruebas, se dan argumentos. Sólo se repite aquello que hará feliz a la masa. Y después, se dan discursos, se mastican frases y se recitan poemas.
No hay para dónde hacerse. Si los intelectuales no hacen su trabajo, entonces sí estaremos hundidos.
Tomado de eluniversal.com
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