La letra desobediente / Braulio Peralta
2012-11-05
Fui a ver Después de Lucía y, al salir del cine, de repente, al decir: “yo viví eso”, me vino un ataque de llanto.
Va más allá de decir si es buena o mala la película de Michel Franco. Es descubrir cómo un filme —o una pintura o un libro— abre experiencias de vida. Lo que desencadene una obra en un espectador debería ser más vital que una estrellita en el criterio de los especialistas en arte.
Yo nunca confesé en casa que en la secundaria me agredían unos adolescentes, como yo. Creía que mis padres y hermanos no lo iban a entender. Nada de decir nada. Aguantarme las agresiones de escuchar las risas burlonas, los empujones, o los gritos en el recreo de arremedo a mi amaneramiento, así, con insultos de “maricón”, “joto” y la más ofensiva: “puto”.
A esa edad —no más de 12—, es un detonante como para despertar en ti culpas por no ser como el resto de la clase. O asumes el susto o lo enfrentas, o llega el miedo y te atragantan las ofensas. Aguanté las burlas casi un año, mientras llegó la conciencia. Trataba de evadir esos “compañeritos”, mayores dos años porque iban en tercer grado y yo cursaba el primero.
Imposible evadirlos porque se crecían con mi silencio. En el recreo, la salida o las fiestas la comidilla se hacía inminente. Tenía que afrontarlo. Lo pensé más de una vez. No había tiempo para mi desolación. Era yo o ellos, apenas cinco que no dejaban de joderme. Si me matan, pues ya, que pase. Pero no de rodillas.
Una vez que fui al baño entraron ellos, socarrones. El más “valiente” se atrevió a tocarme las nalgas. Volteé, le dije: déjame en paz. Intentó de nueva cuenta y lo logró. Lo conminé a pelear a la salida de clases, esperando que lo intimidara. Todos felices de la pelea venidera, menos yo. Esas horas fueron las más angustiosas de mi vida. Yo no tenía quién me apoyara en el duelo.
Nada más lo agarré del cuello y no lo solté. Apreté hasta asfixiarlo. Se puso rojo como tomate. Me lo quitaron de las manos sus amigos. Empezamos de nuevo: me deshizo en la pelea a golpes. Duros sentí los madrazos en el rostro. Pero no cejé hasta que alguien nos volvió a separar. “Lo puto no me hace cobarde”, dije al final de la batalla. Jamás me volvieron a agredir, salvo murmullos a mi paso. Después de la pelea me hice de pocos amigos.
Eso recordé con Después de Lucía. La cinta rememoró que borré mi paso por la secundaria.
Va más allá de decir si es buena o mala la película de Michel Franco. Es descubrir cómo un filme —o una pintura o un libro— abre experiencias de vida. Lo que desencadene una obra en un espectador debería ser más vital que una estrellita en el criterio de los especialistas en arte.
Yo nunca confesé en casa que en la secundaria me agredían unos adolescentes, como yo. Creía que mis padres y hermanos no lo iban a entender. Nada de decir nada. Aguantarme las agresiones de escuchar las risas burlonas, los empujones, o los gritos en el recreo de arremedo a mi amaneramiento, así, con insultos de “maricón”, “joto” y la más ofensiva: “puto”.
A esa edad —no más de 12—, es un detonante como para despertar en ti culpas por no ser como el resto de la clase. O asumes el susto o lo enfrentas, o llega el miedo y te atragantan las ofensas. Aguanté las burlas casi un año, mientras llegó la conciencia. Trataba de evadir esos “compañeritos”, mayores dos años porque iban en tercer grado y yo cursaba el primero.
Imposible evadirlos porque se crecían con mi silencio. En el recreo, la salida o las fiestas la comidilla se hacía inminente. Tenía que afrontarlo. Lo pensé más de una vez. No había tiempo para mi desolación. Era yo o ellos, apenas cinco que no dejaban de joderme. Si me matan, pues ya, que pase. Pero no de rodillas.
Una vez que fui al baño entraron ellos, socarrones. El más “valiente” se atrevió a tocarme las nalgas. Volteé, le dije: déjame en paz. Intentó de nueva cuenta y lo logró. Lo conminé a pelear a la salida de clases, esperando que lo intimidara. Todos felices de la pelea venidera, menos yo. Esas horas fueron las más angustiosas de mi vida. Yo no tenía quién me apoyara en el duelo.
Nada más lo agarré del cuello y no lo solté. Apreté hasta asfixiarlo. Se puso rojo como tomate. Me lo quitaron de las manos sus amigos. Empezamos de nuevo: me deshizo en la pelea a golpes. Duros sentí los madrazos en el rostro. Pero no cejé hasta que alguien nos volvió a separar. “Lo puto no me hace cobarde”, dije al final de la batalla. Jamás me volvieron a agredir, salvo murmullos a mi paso. Después de la pelea me hice de pocos amigos.
Eso recordé con Después de Lucía. La cinta rememoró que borré mi paso por la secundaria.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario