quiero pensar que tú estuviste sola.
Que no te fuiste, que dormías.
Que me dejaste sin dejarme,
y me necesitabas
para poder estar contenta.
De cualquier modo, he recobrado
mi lugar en el mundo: regresaste,
te volviste accesible.
Me devuelves el tiempo,
el dolor, los caminos, la alegría,
la voz, el cuerpo, el alma,
y la vida y la muerte, y lo que vive
más allá de la muerte.
Me lo devuelves todo
encarcelado en la apariencia
de una mujer, tú misma, a la que amo.
Volviste poco a poco, despertaste,
y no te sorprendiste
de encontrarme contigo.
Y casi pude ver el último
peldaño del secreto que subías
al dormir, pues abriste
—muy despacio, muy plácidos— tus ojos
adentro de mis ojos que velaban.
El manto y la corona, 1958
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