lunes, 17 de mayo de 2010

Crepas.

Por Sylvia Teresa Manríquez.

Llegan justo cuando la muchacha sirve crepas en el desayuno. Les gustan las vacaciones en casa de la abuela. La tía vive a unas ocho cuadras en línea recta. Fueron invitadas a pasar el día allí, así que tempranito salieron recién bañadas vistiendo shorts y blusas con tirantes.
La casa de la abuela está en lo alto de la calle, por los que les divierte bajar saltando en ese caluroso día. Las hermanitas de seis y ocho años ríen alegres.
Les gusta viajar, llegar a la amplia casa de la abuela con muchas habitaciones con baño cada una. Aunque en esa ciudad, el clima es húmedo y cuando juegan en el patio o en el jardín, sudan mucho; nada impide pasarla bien.
Las trenzas se mueven alborotadas a cada salto, que dado con las sandalias nuevas que apenas ayer les compró la abuela parecen más divertidos.
Cuando llegan a su destino, empujan la pesada verja y con ímpetu tocan el timbre. Al abrirse la puerta perciben el dulce olor del desayuno que les despierta más el apetito pues con la emoción de irse solas no perdieron tiempo comiendo, a pesar de la súplica de la abuela para que ingirieran por lo menos un plátano y un vaso de leche.
Para su mala suerte, la muchacha que trabaja con la tía no les ofreció el apetecible platillo, así que se conformaron con ver la mantequilla derretirse en las crepas que comen con desgano los parientes, mientras la tristeza agranda la sensación de vacío en el estómago, arrepintiéndose de no haber desayunado.
Los primos son tres, de 7, 6 y 5 años todos delgados y pálidos. Son extraños, pues teniendo una casa tan grande con tantos libros y mucho patio para correr, sólo quieren estar sentados jugando con la compu y viendo programas en la televisión. Pero siguen muy contentas y ellas los animan a jugar a las escondidas y las encantadas.
Al mediodía la llamada telefónica de la abuela anuncia que deben regresar. A pesar de los ruegos para que se queden y sin ganas de irse, se despiden. Sólo pueden prometer volver al día siguiente. Salen con el brillo de la felicidad en los ojos.
En el camino de vuelta platican lo mucho que les gusta pasar las vacaciones en la ciudad de la abuela. Además a ella, le agradan sus la visitas. Siempre espera su llegada. Preparan juntas la comida, les hace coloridos vestidos y las lleva con ella a todas partes.
En el regreso las trenzas no brincan mucho pues ahora van subiendo la cuesta y no dan saltos. Apenas se han alejado una cuadra de la casa de la tía, y no advirtieron que alguien las observaba desde la tiendita que se encuentra exactamente enfrente. Las alcanza y les pregunta por una calle.
No les gusta el adulto que las interroga y empieza caminar con ellas. Desconfían. No dicen su nombre ni su edad, mucho menos que no son de allí. La más grandecita se angustia, aún faltan seis cuadras para llegar donde la abuela y súbitamente decide regresar. Una mano obscena la detiene. Hurga irrespetuosa en su pecho infantil al tiempo que la irónica voz masculina exclama “los tienes chiquitos”. Están asustadas y no entienden lo que sucede. La más pequeña, la jala de la mano, y se van corriendo dos cuadras que parecen eternas.
Nunca se habían sentido tan desamparadas. No comprenden porqué en aquella ciudad que tan felices las hace; aquel desconocido las trata así. Abren la reja que ahora no se les hizo tan pesada, y antes de tocar el timbre la mayor ordena no decir nada. Con el miedo reflejado en el rostro, las niñas son recibidas de nueva cuenta por una muchacha que las ignora y unos primos felices ante su retorno, preguntan, ¿Se devolvieron? Con voz nerviosa afirman, es que tenemos ganas de crepas.

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