Héctor de Mauleón
La escena se impone en los amaneceres agrios, a esa hora en que la prisa determina los ritmos de la urbe. En los atestados paraderos de microbuses, en las agitadas bocas del Metro, en las inmediaciones de las oficinas públicas, en esquinas estratégicas y transitadas, un grupo se arremolina junto a un puesto de comida humeante: tacos, quesadillas, sopes, gorditas.
Atoles de colores variopintos. Tamales cernidos en hojas de maíz. Birrias y pambazos que se degluten a sorbos de un refresco embotellado.
Si las ciudades no son más que el sistema de ofertas que habita nuestra vida cotidiana, la escena volverá a imponerse a la hora de la comida, entre tacos de cabeza que sudan bajo un plástico, entre torterías que ofrecen todo a sus comensales (menos una silla), y entre fondas de “comida corrida” cuyo lujo mayor consiste en agua de horchata y gelatina.
Caerá la noche con su urgencia extraña: los viajeros volverán a congregarse junto al trompo de los tacos al pastor, junto al comal donde saltan —casi de manera alegre— las fritangas, o junto al carro de hot dogs en el que las salchichas nadan envueltas en tocino. El puesto de comida es la aduana de la experiencia urbana: la oficina de trámites en la que comienza, y en la que termina el día. El puesto forma parte de la vida (la peor parte de la vida).
Mitofsky realizó, en 100 secciones electorales, un muestreo sobre nuestros hábitos alimenticios: una especie de censo gastronómico que revela que, aunque los mexicanos vivimos de rodillas (razones religiosas, ideológicas o políticas, no lo sé), acostumbramos comer de pie: en la antigua reina de los lagos, uno de cada cuatro mexicanos realiza sus comidas de ese modo.
La encuesta resulta estremecedora. No sólo explica las escenas de la vida diaria en una ciudad poblada de puestecillos humeantes en la que tres de cada 10 personas desayunan, comen o cenan en la calle, y en la que la tercera parte de la población se ve obligada a despachar sus alimentos en menos de 30 minutos (para 28% de los encuestados resulta “poco o nada frecuente masticar varias veces sus bocados” y 31.2% confiesa no tener tiempo o posibilidad de “relajarse y disfrutar” la ingesta de alimentos). Demuestra, también, que en la ciudad de México el acto de comer ha dejado de ser un acto cultural para convertirse, lisa y llanamente, en un acto biológico, de supervivencia.
Falta de dinero, trayectos demoledores, educación precaria: de golpe, los “antojitos” de otro tiempo —la variedad de ofertas que la ciudad agregaba al menú de la comida diaria— se convirtieron en la primera fuente de alimentación para amplios sectores de la sociedad.
“Cuando un mexicano tiene que comer fuera de casa —apunta Mitofksy—, su primer pensamiento parece ser alimentarse de tacos (32%) y de tortas (19%)”. De acuerdo con el documento, antes de mencionar la palabra “ensalada”, los capitalinos que pasan el día en la calle piensan en quesadillas, tlayudas, papas fritas, hamburguesas, sándwiches, galletas, pizzas y pan dulce.
Sólo cinco de los siete días de la semana consumimos agua natural. Sólo uno de los siete días nos es posible ingerir pescados y mariscos. Sólo tres masticamos verduras. En cambio, destapamos refrescos cuatro días a la semana, y creemos abrumadoramente que la comida chatarra son las papas y los charritos, y no las sopas instantáneas, ni los chicharrones preparados, ni los alimentos enlatados.
Se dice que las encuestas son fotos de familia. Esta familia vive atrozmente. De ese modo come, de ese modo engorda, de ese modo se enferma.
Se llega al final de la muestra con la sensación de haber leído el relato de un desastre sanitario: la crónica de un derrumbe cultural en cuyas ruinas se alza una ciudad estrangulada por sus necesidades, en la que la mitad de la población (45.6%) considera que es más caro comer sano y en la que la tercera parte cree que resulta difícil y costoso beber agua natural o comer verduras en días de trabajo.
Comemos de pie. Ojalá que la Organización Mundial de la Salud nos agarre confesados.
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