Columna “Voltear la
hoja”
Por Sylvia Teresa
Manríquez
Cada
aniversario del derrumbe del muro de Berlín recuerdo a mi abuelo Agustín que
nació en Colonia a orillas del río Rin, en Alemania.
Mi
abuelo obtuvo la ciudadanía mexicana. Su padre fue un militar mexicano
destacado en aquel país durante la primera guerra mundial, allí conoció a su
esposa Dolores Loweree.
Debido
a lo difícil y peligroso de los territorios en guerra el capitán Ochoa decidió
traer a la familia a México. Mi abuelo Agustín no dejaría mi país nunca.
Mi
madre me entregó el acta de nacimiento original de su padre, digna de un museo,
una hoja amarilla y partida por el paso del tiempo, con palabras inentendibles
para mí que no comprendo el idioma alemán.
Ese documento me llena de emoción. Es
como tener la certeza de mis raíces, la explicación del color blanco de nuestra
piel, los ojos azules de mi madre, y tal vez, del carácter duro y difícil, por
no decir testarudo, que a veces me aflora. Ese documento es el lazo entre mi
presente y un pasado intenso, que solo conozco por historias y relatos.
No sé cómo ni por qué Agustín vino a
Sonora. Lo que sí sé es que se enamoró de mi abuela y tuvieron dos hijos. Un
día mi abuelo los dejó solos, se fue al Distrito federal, hoy Ciudad de México
y no regresó.
En mi adolescencia decidí que quería conocerlo. Emocionada y con incertidumbre escribí una carta en la que le explicaba quien soy, le hablé de mi madre, mi padre y mis hermanos, mi deseo de conocerlo. Él me contó en su respuesta la impresión que le causaron mis letras.
En mi adolescencia decidí que quería conocerlo. Emocionada y con incertidumbre escribí una carta en la que le explicaba quien soy, le hablé de mi madre, mi padre y mis hermanos, mi deseo de conocerlo. Él me contó en su respuesta la impresión que le causaron mis letras.
Fue la primera de varias cartas que intercambiamos.
Él me narraba episodios de su vida, su familia en el DF, su enfermedad llamada
enfisema, me escribía poemas, y de su gusto por conocerme, aunque sea por carta.
Yo narraba
mis días de secundaria, los acontecimientos familiares y mi deseo de darle un
abrazo. Mi abuelo murió antes de que yo pudiera conocerlo.
Por eso
el aniversario de la caída del muro de Berlín me recuerda a mi abuelo Agustín;
nunca le pregunté qué pensaba sobre tal aberración.
¿Sentiría
tristeza por su país dividido? ¿Guardaría acaso algún buen recuerdo de su natal
Colonia? No lo sabré, pero adivino que celebraría conmigo la desaparición de
tan ofensiva barrera, el muro de la vergüenza.
A él no
le tocó que los habitantes de una misma ciudad, divididos por fuerza, tuvieran
distintos pasaportes, dependiendo del lado del muro en que les había tocado
seguir viviendo. Dos países, una nacionalidad.
Trato
de imaginar a las familias reuniéndose, encontrando que después de 40 años las
cosas habían cambiado. ¿Cuántos familiares no pudieron reencontrarse? ¿Cuántos
niños y niñas habrán crecido sin entender la existencia del muro? O peor aún,
haciéndolo parte cotidiana de su vida.
Amores
perdidos, ilusiones truncadas. Sabores, olores, texturas y hasta colores que se
fueron perdiendo.
Añoranzas
también me asaltan cuando se habla del Día del Cartero próximo a celebrarse en
nuestro país. Destaco y valoro el trabajo y la dedicación de los carteros que
cumplen con su trabajo a pesar del tiempo, los perros, la inseguridad y lo que
a usted se le ocurra.
Anhelo
que las y los jóvenes conozcan el dulce saborcito de recibir una carta escrita
especialmente por puño y letra de alguien que nos aprecia, nos recuerda y
espera a su vez tener en sus manos nuestras palabras escritas en papel, no en
una pantalla de computadora o celular.
Tengo
en mi historia muchas cartas. Guardo especialmente las cartas sentidas y
entrañables de mi abuelo Agustín.
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La
primera la envié con temor de no recibir respuesta, la última con incertidumbre
después de meses sin recibir sus misivas. Otra carta de un primo que no conozco
informando el deceso del abuelo, que, escribió, siempre me recordó.
Por eso
las cartas son encuentro, certeza de nuestras raíce, algo que no he logrado sentir en las populares
redes sociales; que además, hacen que el trabajo de los carteros se limite a
entregar citatorios y estados de cuenta.
Las
cartas, escritas en cualquier tipo de papel, a máquina o a mano, letra de
imprenta o manuscrita; guardadas en sobres con estampillas que nos brindan
imágenes representativas de nuestras costumbres, verdaderos cuadros de la vida
y sentimientos de quienes escribimos y quienes las leemos.
Las
cartas forman parte de ese bagaje palpable que representa el lenguaje escrito,
en invaluables trozos de papel enviado por correo ordinario o aéreo, que triste
e irremediablemente pierde presencia en este pequeño mundo “internetizado”.
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