viernes, 2 de agosto de 2013

El usuario está apagado

El usuario está apagado *

"Cada tecnología crea su accidente", comenta Paul Virilio, filósofo de la velocidad. La electricidad genera el cortocircuito y el apagón.
Aunque esto se comprobó desde que el primer inventor se quemó las cejas, el siglo XX vivió una idolatría de los aparatos; los cacharros con botones se celebraron sin tomar en cuenta lo que sucedería si funcionaban mal o, peor aún, si nos hacían funcionar mal.
El siglo XXI comenzó con los aviones transformados en misiles que abatieron las Torres Gemelas. Poco después, en marzo de 2004, el terrorismo islámico hizo estallar un tren en la estación de Atocha con explosivos activados por teléfono celular. Un medio de comunicación se transformaba en arma de destrucción masiva. Ingresábamos a la edad crítica de la tecnología.
No escribo para promover el regreso a una arcadia primitiva. Se necesita mucha capacidad de autoengaño para pensar que la canícula se soporta mejor sin aire acondicionado y sólo en trance místico podemos suponer que la cueva de San Jerónimo era más confortable que un departamento con lavavajillas.
El problema no es que los artefactos existan, sino dar por sentado que rendirán sin accidente alguno. Dependemos tanto de ellos que se han convertido en prótesis esclavizantes (de manera emblemática, el Blackberry se llama así por la esfera negra que impedía escapar a los presos: es un grillete electrónico).
En 1930, Jean Cocteau escribió el monólogo La voz humana para cuestionar los efectos del teléfono en la vida amorosa. Ante la posibilidad de recibir llamadas, una mujer no hace otra cosa que esperarlas. Su amante está cada vez más alejado de ella, pero cobra presencia en el auricular. La relación se vuelve progresivamente irreal hasta que ella se suicida.
Esa trama envejeció hasta que los teléfonos celulares le dieron poderosa actualidad. Antonio Castro ha vuelto a dirigir la pieza, con la extraordinaria actuación de Karina Gidi. En la sugerente adaptación de Castro, La voz humana despliega un infierno relacional donde la ansiedad asume los nombres de "llamada en espera", "SMS" o "buzón de voz". El drama no desemboca en el suicidio, sino en algo acaso más grave: una zona sin cobertura.
La telefonía hace que lo lejano sea más urgente que lo inmediato. No es raro que en cualquier restaurante una pareja mande mensajes de texto sin que ninguno de los dos repare en el otro. En sentido estricto, no están ahí.
Las llamadas a celulares nos alcanzan en cualquier sitio y modifican nuestra circunstancia. Pongo dos ejemplos comunes para pasar a uno trágico que -eso es lo asombroso- no deja de ser común.
Fui a la ciudad de Bath a entrevistar al músico Peter Gabriel en compañía de un fotógrafo madrileño. Tratábamos de entender las declaraciones que el maestro del grito hacía en voz bajísima, cuando sonó el celular del fotógrafo. Hubo un momento de tensión que puso en riesgo la entrevista y probablemente anuló la revelación que el cantante estaba a punto de hacer. Cuando le pregunté a mi acompañante quién le había llamado comprobé que la realidad puede ser elemental: "Era la tintorería de Madrid para decir que mis pantalones ya están listos".
También los comunicados trascendentes pueden llegar a destiempo. Visitaba una exposición de Richard Serra cuando sonó el celular de mi hermana Carmen, que está suscrita a un servicio de noticias. Le avisaban que el secretario de Gobernación había muerto en un accidente aéreo. Como se trataba del segundo secretario de Gobernación que moría de ese modo, imaginamos catástrofes de todo tipo. La noticia hizo que las contundentes moles de acero de Richard Serra desaparecieran de nuestra vista. Hubiera sido mejor enterarnos después, pero la telefonía no admite posposiciones.
¿Adónde va la mente cuando suena el celular? La pregunta resulta impostergable después de la mayor tragedia ferroviaria española de los últimos 40 años. El maquinista Francisco José Garzón se distrajo a causa de una llamada. Su colega Antonio Martín Marugán le pedía que al llegar a Pontedeume entrara por la vía más próxima a la estación para que una familia descendiera ahí. El intercambio duró dos minutos. Dos minutos a 190 kilómetros por hora. El resultado fue un descarrilamiento que dejó 79 muertes.
Aunque se prohíbe hacer o recibir llamadas con el tren en marcha, dos experimentados ferrocarrileros ignoraron la norma. Actuaron con descuido, pero no con dolo. El celular se ha integrado en tal forma a la conducta que no calibraron la dimensión de lo que hacían. Este componente normal agrava el episodio.
La tecnología no se regula a sí misma. Esto se pone en entredicho cuando dejamos de vigilar un mecanismo para atender otro mecanismo. El tren a Santiago debía ser operado manualmente pero una llamada puso al maquinista en piloto automático.
En momentos críticos, un aparato se enciende y el usuario se apaga.
Este artículo fue publicado en Reforma el 2 de agosto de 2013, agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página web.

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