El usuario está apagado *
Aunque esto se comprobó desde que el primer inventor se quemó las
cejas, el siglo XX vivió una idolatría de los aparatos; los cacharros
con botones se celebraron sin tomar en cuenta lo que sucedería si
funcionaban mal o, peor aún, si nos hacían funcionar mal.
El siglo XXI comenzó con los aviones transformados en misiles que
abatieron las Torres Gemelas. Poco después, en marzo de 2004, el
terrorismo islámico hizo estallar un tren en la estación de Atocha con
explosivos activados por teléfono celular. Un medio de comunicación se
transformaba en arma de destrucción masiva. Ingresábamos a la edad
crítica de la tecnología.
No escribo para promover el regreso a una arcadia primitiva. Se
necesita mucha capacidad de autoengaño para pensar que la canícula se
soporta mejor sin aire acondicionado y sólo en trance místico podemos
suponer que la cueva de San Jerónimo era más confortable que un
departamento con lavavajillas.
El problema no es que los artefactos existan, sino dar por sentado que
rendirán sin accidente alguno. Dependemos tanto de ellos que se han
convertido en prótesis esclavizantes (de manera emblemática, el
Blackberry se llama así por la esfera negra que impedía escapar a los
presos: es un grillete electrónico).
En 1930, Jean Cocteau escribió el monólogo La voz humana para
cuestionar los efectos del teléfono en la vida amorosa. Ante la
posibilidad de recibir llamadas, una mujer no hace otra cosa que
esperarlas. Su amante está cada vez más alejado de ella, pero cobra
presencia en el auricular. La relación se vuelve progresivamente irreal
hasta que ella se suicida.
Esa trama envejeció hasta que los teléfonos celulares le dieron
poderosa actualidad. Antonio Castro ha vuelto a dirigir la pieza, con la
extraordinaria actuación de Karina Gidi. En la sugerente adaptación de
Castro, La voz humana despliega un infierno relacional donde la ansiedad
asume los nombres de "llamada en espera", "SMS" o "buzón de voz". El
drama no desemboca en el suicidio, sino en algo acaso más grave: una
zona sin cobertura.
La telefonía hace que lo lejano sea más urgente que lo inmediato. No es
raro que en cualquier restaurante una pareja mande mensajes de texto
sin que ninguno de los dos repare en el otro. En sentido estricto, no
están ahí.
Las llamadas a celulares nos alcanzan en cualquier sitio y modifican
nuestra circunstancia. Pongo dos ejemplos comunes para pasar a uno
trágico que -eso es lo asombroso- no deja de ser común.
Fui a la ciudad de Bath a entrevistar al músico Peter Gabriel en
compañía de un fotógrafo madrileño. Tratábamos de entender las
declaraciones que el maestro del grito hacía en voz bajísima, cuando
sonó el celular del fotógrafo. Hubo un momento de tensión que puso en
riesgo la entrevista y probablemente anuló la revelación que el cantante
estaba a punto de hacer. Cuando le pregunté a mi acompañante quién le
había llamado comprobé que la realidad puede ser elemental: "Era la
tintorería de Madrid para decir que mis pantalones ya están listos".
También los comunicados trascendentes pueden llegar a destiempo.
Visitaba una exposición de Richard Serra cuando sonó el celular de mi
hermana Carmen, que está suscrita a un servicio de noticias. Le avisaban
que el secretario de Gobernación había muerto en un accidente aéreo.
Como se trataba del segundo secretario de Gobernación que moría de ese
modo, imaginamos catástrofes de todo tipo. La noticia hizo que las
contundentes moles de acero de Richard Serra desaparecieran de nuestra
vista. Hubiera sido mejor enterarnos después, pero la telefonía no
admite posposiciones.
¿Adónde va la mente cuando suena el celular? La pregunta resulta
impostergable después de la mayor tragedia ferroviaria española de los
últimos 40 años. El maquinista Francisco José Garzón se distrajo a causa
de una llamada. Su colega Antonio Martín Marugán le pedía que al llegar
a Pontedeume entrara por la vía más próxima a la estación para que una
familia descendiera ahí. El intercambio duró dos minutos. Dos minutos a
190 kilómetros por hora. El resultado fue un descarrilamiento que dejó
79 muertes.
Aunque se prohíbe hacer o recibir llamadas con el tren en marcha, dos
experimentados ferrocarrileros ignoraron la norma. Actuaron con
descuido, pero no con dolo. El celular se ha integrado en tal forma a la
conducta que no calibraron la dimensión de lo que hacían. Este
componente normal agrava el episodio.
La tecnología no se regula a sí misma. Esto se pone en entredicho
cuando dejamos de vigilar un mecanismo para atender otro mecanismo. El
tren a Santiago debía ser operado manualmente pero una llamada puso al
maquinista en piloto automático.
En momentos críticos, un aparato se enciende y el usuario se apaga.
Este artículo fue publicado en Reforma el 2 de agosto de 2013, agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página web.
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